domingo, 26 de diciembre de 2010

Volver a mirar. Arnulfo Medina.


El trabajo reciente de Arnulfo Medina podría describirse como una exploración de los factores que intervienen en la construcción de la noción de paisaje, o mejor, de un paisaje determinado, el americano, circunscrito a unas condiciones históricas muy concretas. Pero antes que limitarse a crear ilustraciones plásticas de datos y discursos políticos, económicos o sociológicos, Arnulfo hace énfasis más bien en las metáforas, mitos y elaboraciones estéticas más elementales alrededor de las cuales se articulan precisamente esos agregados de ideas más complejas. Así es como, tras la lectura de documentos históricos, periódicos, novelas o crónicas de viajes, el artista ha rastreado la aparición de una actitud común a muchos de estos relatos y materiales gráficos, algo que él mismo denomina la “demonización del paisaje”. Se refiere, por supuesto, a la imposición colonial de las metáforas de la fe cristiana en la concepción y dominio de los entornos colonizados. Pero también nos habla de la prolongación histórica de ese proceso de imposición de metáforas durante los sucesivos espolios de la economía extractiva del capitalismo moderno (las fiebres del oro, el caucho, la quina y más recientemente, la coca…). Y es que a pesar del cariz supuestamente laico de ésta última forma de dominio, lo que se observa es que, al igual que en tiempos de la Conquista española, la naturaleza americana sigue siendo observada por sus actuales explotadores como un espacio salvaje donde imperan fuerzas irracionales a las que sólo es posible oponerse mediante el uso de la violencia. Y esto se aplica tanto a las instituciones estatales como a los poderes fácticos que imponen su ley en cada territorio (las redes non-sanctas conformadas por narcotraficantes, grupos armados al margen de la ley, élites locales y compañías transnacionales).
Hasta hace unos meses todas las radios colombianas emitían un comercial en el que una niña con voz mimada e hipócrita se dirigía a los cultivadores de coca para pedirles que dejaran de sembrar “la mata que mata”. Y digo hipócrita porque en realidad se trataba de una amenaza (tanto más escalofriante dado que la portadora del mensaje era una niña). El comercial, financiado por el gobierno como parte de la campaña de sustitución de cultivos ilícitos, tenía un subtexto transparente: los campesinos no son malos, sino niños un poco idiotas, a los que hay que dirigirse con paciencia y mañas de maestro escuelero, de los que combinan hábilmente la zanahoria con el garrote. Y la coca, por supuesto, es una “mata que mata”, una réplica tropical del árbol de la ciencia, una entidad diabólica capaz de aniquilar vidas humanas. Las series de oposiciones didácticas −plantas buenas/plantas malas, premio/castigo, maestro/alumno, adulto/niño, vida/muerte− están atravesadas de cabo a rabo por la ética y la estética de cualquier campaña de evangelización de las que se practican desde 1492 en territorio americano.
Este discurso cristiano –y aclaremos que el comercial de la niña no es más que un ejemplo entre muchos− constituye una provocación a los pueblos indígenas que, además de tener una relación ancestral con la planta, se cuentan entre las comunidades más afectadas por la guerra antidrogas (según datos de la oficina de la ONU para los derechos humanos, en 2009 los asesinatos de indígenas aumentaron un 64% respecto al año anterior, lo que no es de extrañar, dado que actualmente este colectivo representa una de las escasas formas organizadas de resistencia contra todos los actores armados de un conflicto que, no menos dependiente de los flujos internacionales que controlan los precios de la droga, muta sin cesar para mantenerse vivo).
Lo que hay es, por lo tanto, una mirada construida históricamente a partir de todos estos condicionamientos de índole cristiana y colonial, con el consecuente desarrollo de una hybris que redunda en el dominio y explotación irracional del territorio. El proceso de construcción de esa mirada se puede rastrear fácilmente desde las crónicas de Indias hasta la novela contemporánea, pasando por los relatos de los viajeros naturalistas de los siglos XVIII y XIX.
La casa pasajera (2009) propone suspender esa mirada del dominio que sigue modelando el paisaje. En un principio, que podríamos identificar con la formulación del concepto, el gesto simplísimo de calcar la silueta de un elemento en el cristal del autobús sirve para resaltar su carácter de cicatriz, de síntoma. Las carreteras atraen a la gente que busca mejorar su suerte; algunos siguen el viaje, otros deciden un buen día construir su casa a la orilla, como esperando que el tráfico les lleve el pan a la puerta. Los nuevos pobladores –medio viajeros, medio lugareños, tensados siempre entre quedarse o irse, estáticos y a la vez en constante tránsito− modifican día tras día el terreno. La casa se resiste a quedarse quieta.
En un segundo momento, que correspondería a la fase de mayor efecto del concepto, cuando el autobús se pone en marcha, la silueta de la cicatriz enmarca todos los otros elementos del paisaje para dar lugar a un movimiento de resignificación. Las cosas ya no se ven igual. Lo que pasa es en realidad aquello que permanece, lo que permanece pasa y pasa a través de la marca de algo que se ha quedado atrás pero que a la vez, de un modo diferido y fantasmal, sigue presente. Los tiempos, los espacios, las distancias, todo está trastocado. Este es un momento crucial, pues es aquí donde la dialéctica habitual entre sujeto y objeto se rompe para que aparezca un tercer espacio, un espacio de nudos en el que la mirada de dominio desaparece a favor de eso que Jacques Rancière llamaría un espectador emancipado, esto es, aquel que transforma el propio esquema causal donde se articulan las oposiciones tradicionales entre lo activo y lo pasivo, entre el dominador y el dominado, en un juego incesante de traducciones y disensos. “El poder colectivo común a esta clase de espectador”, escribe Rancière, “no es su estatus de miembro de un cuerpo colectivo. Tampoco es un tipo particular de interactividad. Es el poder de traducir a su modo lo que está viendo. Es el poder de conectar lo que ve con la aventura intelectual que hace similares a estos espectadores en la medida en que el camino elegido por cada uno es distinto del de los demás. El poder común es el poder de la igualdad de inteligencias. Este poder junta a los individuos hasta el punto de mantenerlos separados entre sí (….). Lo que debe ponerse a prueba en nuestras performances –en la enseñanza, hablando, escribiendo, haciendo arte, etc.− no es la capacidad gregaria de un colectivo sino la capacidad del anonimato, la capacidad que hace que cualquiera sea igual a los demás. Esta capacidad opera mediante distancias impredecibles e irreductibles. Opera mediante un juego impredecible e irreductible de asociaciones y disociaciones”(1).
Finalmente, en un tercer momento del vídeo, cuando ya ha pasado un largo rato y el paisaje se vuelve incluso monótono, se produce una relajación del concepto que viene a confirmar que no se trata sencillamente de agotarlo todo en el efecto formal y en reducir la experiencia al gesto. De algún modo, la libertad de la mirada no sólo se enuncia en el plano meramente conceptual, sino que se brinda la oportunidad de ejercerla sin ningún punto de referencia preponderante. Así, en esta fase tanto el paisaje como la ventana desaparecen y vuelven a aparecer, la atención se desvanece y luego se concentra en un detalle. Lo no-retiniano cede su sitio al ejercicio real de volver a mirar. ¿Y qué es lo que se ve? Aquí, más que en ningún otro lugar, he de hablar por mí mismo: veo el paisaje lleno de marcas, veo cómo pasan, fugaces, historias de supervivencia, veo el verdor del pasto, huelo el humo de los camiones, me río con los cortocircuitos de significado que se producen entre el audio y la imagen, me instalo en las tripas de la carretera, abriéndome paso entre las montañas.

(1) Rancière, J., The Emancipated Spectator, Verso 2009.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Apuntes sobre literatura y política

En una breve nota publicada hace unos meses en El Cultural Marta Sanz escribía: “Si toda literatura es política, ¿significa que ninguna lo es?”. La pregunta venía al hilo de una discusión que tuvo lugar durante una de las mesas del último Congreso de Jóvenes Narradores Iberoamericanos, en la que se habló precisamente de las nuevas relaciones entre literatura y política. Una vez descartada la posibilidad de regresar a los grandes relatos ideológicos o a la novela de tesis, en esa discusión se formuló la idea de que la literatura sólo puede incidir políticamente si logra garantizarse unas condiciones de ilegibilidad, esto es, una posición en el interior del lenguaje que logre desactivar o, al menos, hacerse irreductible desde los discursos jerárquicos con los que se fabrican el sentido común y la normalidad. Por ejemplo, si un texto se vuelve dócil y, como tal, fácilmente asimilable desde la psicología o la sociología, ese texto no tiene ninguna relevancia política. Y al revés, si un texto es capaz de jugar con la retórica de la psicología o la sociología para llevar el lenguaje a un punto de fuga, por disparatado que sea, ese texto tiene buenas posibilidades de resultar políticamente relevante. A pesar de ello Marta decía haberse quedado con “un vacío en el estómago” ante la imposibilidad de distinguir la literatura política de aquella que no lo es. He estado dándole vueltas a las preguntas de Marta y, a riesgo de invocar el fantasma de las viejas disputas entre literatura comprometida y literatura de señoritos, me han entrado ganas de aportar algunas inquietudes sobre el asunto.
En primer lugar, la idea de la ilegibilidad de la que antes hablaba no implica que la relevancia política se contagie a toda la literatura, pues, si bien todo está politizado, sujeto a un ejercicio de lectura a través del cual es posible rastrear cómo y en qué medida cada texto hace resonar las ideologías de las sociedades en las que se inserta, esto no quiere decir que, por poner un ejemplo, Lucía Etxeberría sea capaz de generar un virus dentro de los discursos jerárquicos, por más que su última novela tenga por título una cita de Debord y hable de un cantante punk. A lo sumo quiere decir que cierta versión light del Situacionismo amenaza con imponerse en la cultura de masas. En este punto cabe hacer una distinción irresponsable, como todo en este texto, entre literatura que habla de temas políticos, literatura que introduce credos ideológicos en una ficción y literatura a secas. ¿A cuál de estas opciones nos referimos cuando decimos que una novela es política? De las tres opciones, la que más a menudo recibe la etiqueta es la segunda. Ahora bien, pese a sus bienintencionados deseos de fomentar la resistencia y denunciar nuestros malestares contemporáneos, este tipo de literatura persevera en un viejo error instalado en el corazón del pensamiento crítico: creer que se ha dado con el diagnóstico adecuado de la situación social y pretender que los adormecidos ciudadanos se despierten ante la representación del problema. Sobra decir que esa postura, deudora del platonismo más autoritario, ya genera al menos una nueva jerarquía (los que saben cómo nos engañan y los que todavía no lo saben y por tanto deberían adquirir cuanto antes la novela en su librería de confianza). Con esto no estoy rechazando la necesidad ni la pertinencia del diagnóstico, sino recalcando la insuficiencia y la arrogancia de su puesta en escena dentro de una obra de arte. Quizás sería más provechoso no conformarse con haber hallado un diagnóstico. Quizás lo más político y lo más artístico sería seguir adelante, incluso hasta el punto de que el diagnóstico se hunda como una de las tantas voces que circulan dentro del texto, empujándolo hacia su propio extrañamiento para que revele las marcas de sus condiciones de producción. Al fin y al cabo el diagnóstico no es exterior al objeto que éste pretende describir. Si el diagnóstico prevalece sobre el resto de los elementos se convertirá en una especie de tirano articulador del sentido. En cambio, si el sentido se pone a girar alrededor de una multiplicidad de vórtices dispersos, las relaciones entre la escritura y su contexto social tienden a enriquecerse. Y cobran, por lo tanto, mayor relevancia política. En cualquier caso, esto no comporta en absoluto una renuncia a la acción ni le resta a la literatura su capacidad de incidir en la vida cotidiana. Tampoco implica una reducción de lo real a “sus lenguajes” o un intento de refugiarse en el gran hotel abismo. La literatura elige lo estético como campo de acción, entre otras tantas razones, porque es allí donde se generan las formas de la sensibilidad que posteriormente se transforman en ideología. No obstante, para llegar a ese campo es preciso jugar con las formas ya existentes y reconocibles, presentes en todos los discursos del sentido común. “Para interrumpir la «verosimilitud» entre la escena y la sociedad, primero hay que postularla”, escribe Eagleton en un texto sobre Brecht. Sólo mediante ese paso es posible llevar a cabo la transformación de la sensibilidad, ya que, “sin un elemento de presencia y reconocimiento, la ausencia del efecto de distanciamiento resultaría improductivamente vacía en lugar de productivamente vacía”. De ahí que la literatura no pueda ser simplemente “fantástica” ni un pasatiempo banal, aunque en ella ocurran eventos extraordinarios o haya una construcción ingeniosa en juego. Su capacidad de incorporarse a lo real mediante el extrañamiento de las convenciones suprime esa posibilidad. Eso es lo que sucede en los libros de Aira, Chejfec, Bellatin o Rey Rosa.
Quizás el afán de encontrar una literatura política identificable vaya en contra de los intereses, no solo de la política, sino también de la literatura. Asimismo, dudo mucho que una literatura a la que se le pueda adjudicar fácilmente el mote de “política”, una literatura idéntica a sí misma, encantada de conocerse, sea relevante políticamente.
El problema del planteamiento “politizante” consistiría, por un lado, en una sobrevaloración de las intenciones en la creación de la obra de arte, y por otro, en una incapacidad de, una vez exploradas esas intenciones, entregarse al placer de lo gratuito, al azar que propicia la liberación de energías culturales y sociales. La liberación está en aprender a gozar. No en desdeñar el goce como un entretenimiento frívolo y alienado. Y es esta falta de goce lo que, en mi opinión, les resta interés a libros muy buenos como El vano ayer, de Isaac Rosa o Lo real, de Belén Gopegui. Ningún elemento de la ficción puede ir por su cuenta y hacer algo inesperado, algo raro o por lo menos absurdo sin que el diagnóstico (muy lúcido en ambos casos) lo intente impedir como un policía. Si en unos años estos libros se convierten en clásicos será porque, más allá de sus intenciones, habrán prevalecido sus errores felices, sus detalles inesperados, sus monstruosidades involuntarias, esos lugares donde la escritura se mueve como un sonámbulo, siguiendo una música menos estruendosa que el clamor urgente de la actualidad.