jueves, 1 de diciembre de 2011

Una cita para los anónimos

"Me gustan las discusiones y cuando me hacen preguntas intento responderlas. Es verdad que no me gusta meterme en polémicas. Si abro un libro y veo que el autor acusa al adversario de “izquierdismo infantil” lo cierro de inmediato. Esa no es mi manera de hacer las cosas; no pertenezco al mundo de las personas que proceden así. Insisto en esta diferencia como algo esencial: es toda una moralidad lo que está en juego, la moralidad que se preocupa por la búsqueda de la verdad y la relación con el otro.

En el juego serio de las preguntas y las respuestas, en el trabajo de elucidación recíproca, los derechos de cada persona son, en cierto sentido, inmanentes en la discusión. Dependen solo de la situación del diálogo. La persona que hace preguntas simplemente ejerce un derecho que le ha sido otorgado: el derecho de permanecer en la duda, de percibir una contradicción, requiriendo más información, enfatizando diferentes postulados, señalando los razonamientos inconsistentes, etc. En cuanto a la persona que responde, ésta también ejerce un derecho que no va más allá de la discusión misma. Por la lógica de su propio discurso, el que responde está atado a lo que ha dicho antes y al haber aceptado el diálogo queda atado a la interrogación del otro. Las preguntas y respuestas dependen de un juego ‒un juego que es a la vez agradable y difícil‒ donde cada uno de los compañeros se esfuerza por ejercer solo los derechos que el otro le da y por la forma aceptada del diálogo. El polemista, en cambio, procede escudado en unos privilegios que posee de antemano y que jamás acepta poner en duda. Por principio, el polemista tiene derechos que lo autorizan a hacer la guerra y hacen de su lucha una causa justa; la persona con la que se enfrenta no es un compañero en la búsqueda de la verdad sino un adversario, un enemigo que está equivocado, que es peligroso y cuya propia existencia constituye una amenaza. Para el polemista el juego no consiste, pues, en reconocer a esta persona como un sujeto que tiene derecho a hablar sino en eliminarlo como interlocutor, fuera de cualquier posible diálogo; y su objetivo final no será el de acercarse todo lo posible a una verdad difícil sino conseguir el triunfo de la causa justa que ha abanderado de forma manifiesta desde un principio. El polemista confía en una legitimidad de la que su adversario, por definición, queda privado.

Quizás, algún día, habrá que escribir una larga historia de la polémica como una figura parasitaria de la discusión y un obstáculo en la búsqueda de la verdad. Dicho de manera muy esquemática, me parece que hoy podemos reconocer la presencia de tres modelos de polémica: el modelo religioso, el modelo judicial y el modelo político. Como ocurre en la persecución de la herejía, la polémica se propone la tarea de determinar el punto intangible del dogma, el principio fundamental y necesario que el adversario ha rechazado, ignorado o transgredido; y denuncia esa negligencia como una falta moral; en la raíz del error encuentra pasión, deseo, interés, toda una serie de debilidades y apegos inadmisibles que delatan su culpabilidad. Como ocurre en la práctica judicial, la polémica no concede la posibilidad de una discusión entre iguales: examina un caso; no trata con un interlocutor, procesa a un sospechoso; recoge las pruebas de su culpabilidad, designa la infracción cometida y pronuncia el veredicto, la sentencia. En cualquier caso, lo que tenemos aquí no se encuentra en el orden de una investigación compartida; el polemista dice la verdad en la forma de su juicio y en virtud de la autoridad que se ha conferido a sí mismo. Pero el modelo político es el más poderoso hoy en día. La polémica define alianzas, recluta partisanos, reúne intereses y opiniones, representa un partido; convierte al otro en enemigo, en el abanderado de los intereses opuestos en contra de los cuales es preciso luchar hasta que ese enemigo sea derrotado y al final o bien se rinda o bien desaparezca. Por supuesto, la reactivación, dentro de la polémica, de estas prácticas políticas, judiciales o religiosas no es más que un teatro. Uno gesticula: anatemas, excomuniones, condenas, batallas, victorias y derrotas no son más que maneras de hablar, después de todo. Y aún así, en el orden del discurso, son también formas de actuar que tienen consecuencias. Cierto efecto esterilizador. ¿Alguien ha visto surgir una idea nueva de una polémica? ¿Y acaso podría ser de otro modo, dado que allí los interlocutores son incitados a no avanzar, a no tomar riesgo alguno en lo que dicen sino a reincidir continuamente en su declaración de derechos, en su legitimidad, que deben defender, y en la afirmación de su inocencia? Hay algo aún más serio en todo esto: en esta comedia, alguien hace una mímica de la guerra, de las batallas, de las aniquilaciones, de las rendiciones incondicionales, exhibiendo todo lo posible su instinto asesino. Pero es realmente peligroso hacer que alguien crea que puede tener acceso a la verdad por ese camino y por tanto validar, aunque sea de una forma meramente simbólica, las prácticas políticas reales que podrían encontrar en esto una justificación. Imaginemos por un instante que una varita mágica se agita y uno de los dos adversarios de una polémica adquiere la habilidad de ejercer todo el poder que quiera sobre el otro. No hace falta ni imaginarlo: solo hay que mirar a lo que ocurrió en el debate en la URSS sobre lingüística o genética hace poco. ¿Fueron simples desviaciones aberrantes respecto a lo que debe ser una discusión correcta? De ningún modo: fueron las consecuencias reales de una actitud polémica cuyos efectos generalmente permanecen suspendidos".

Michel Foucault. Polémica, política y problematizaciones. Entrevista con Paul Rainbow.

El idioma secreto. Antonio di Benedetto.

(Texto publicado en Quimera, octubre de 2011)


En una entrevista de 1985 con Jorge Halperin, publicada en Clarín poco antes de la muerte de di Benedetto, encuentro un detalle esclarecedor para comprender algunos aspectos de su obra. Halperin le pregunta al autor si es cierto que “en su despacho de director del diario Los Andes tenía una botella de alcohol para lavarse las manos después de saludar a quienes venían a verlo”. La respuesta de di Benedetto es escalofriante: “Es que las manos son una parte especial del ser humano, pero lo que uno toca y hace con ellas no siempre es bello. Los crímenes que se cometen con las manos, lo que se ensucia con ellas. Y... aunque no lo haga con las manos, su piel se contamina a tal extremo que la representación más descarnada es la de las manos. Es por donde recibe a la gente, o sea por la mirada y por las manos”. La anécdota aporta pistas para la lectura de El silenciero, una obra esquiva que relata las angustias cotidianas de un hombre que desea ponerse a salvo del ruido y cuya cruzada contra la contaminación acústica se va haciendo cada vez más absurda, hasta el punto de resultar misteriosa.

El libro tiene una estructura episódica y repetitiva. Una y otra vez el narrador es asediado por un ruido cercano (un taller mecánico, una radio), ensaya una defensa, se enfrasca en la lucha, busca aliados y finalmente es derrotado. En algunos episodios logra una victoria parcial y transitoria. Inicialmente se entrevé que para el narrador la lucha contra el ruido se puede asumir como la prolongación de otra lucha mayor contra la vulgaridad. Vulgaridad del trabajo mecánico, del ocio alienado, en guerra contra la paz del espíritu.

Sin embargo, en el curso de la morosa y reiterativa disputa, aquel ruido de origen vulgar va mostrando una naturaleza ajena precisamente al trasiego del mundanal ruido. Se vuelve otra cosa. “Un ruido metafísico”, como dice Besarión, compañero intermitente en el declive. El ruido se carga de algo extraño, magnético, se convierte en un elemento vagamente arcano alrededor del cual empiezan a surgir preguntas: ¿qué es exactamente lo que perturba al narrador? ¿Por qué es selectivo con los ruidos? ¿Por qué unos sí le molestan y otros no? ¿Por qué no huye al campo? ¿Por qué arrastra a los demás a depender de su manía, aunque no la compartan? El relato no responde nunca las preguntas y se limita a avanzar, sonámbulo y opaco. Sería algo comparable a que la saga de Superman estuviera dedicada exclusivamente a describir en detalle las relaciones del héroe con la criptonita.

Lo cierto es que para el narrador el ruido no es solo materia sujeta a la normatividad y al civismo, sino una cuestión moral, una determinada suciedad que solo el narrador, como le ocurría a di Benedetto con las manos de quienes lo visitaban en su despacho, es capaz de percibir. Algo que debe ser eliminado, lavado y desinfectado en una rutina absurda con visos de ceremonia ritual de purificación que, por inoperante, solo conduce a la autodestrucción. Como dice di Benedetto en esa misma entrevista: “lo común es que el hombre se esté clavando las uñas para no clavárselas a los demás, no porque no quiera sino porque no se lo permite. En vez de destrozar al otro con la mano abierta, cierra el puño anímicamente, simbólicamente.”

De esa mano que reprime la exteriorización de una violencia en un gesto autodestructivo y de apariencia serena parece surgir el lenguaje con el que están escritos los libros de di Benedetto. Las frases cortas empuñan el idioma y así, cerradas sobre sí mismas en una engañosa asertividad, se niegan a explicar nada y todas parecen guardar un secreto. Las frases encarnan esa tensión inconfesable del mismo modo que la mano es para el autor la “síntesis de la capacidad corporal”. Una mano y unas uñas con las que a duras penas logramos aferrarnos a nuestra humanidad, al clavo ardiente de la voz articulada, pues el hombre “también usa los pies, sobre todo cuando está descontrolado. Cuando puede, guarda las formas y usa la palabra o las manos. Pero cuando está descontrolado, se vuelve animal de cuatro patas y da la patada.” No es aventurado decir que el estilo de di Benedetto es también un estado de ánimo, la espera, como se ha dicho tantas veces, pero también la perplejidad y la ironía de quien se sabe objeto de fuerzas incontrolables. Todo ello enmarcado en un pesimismo que se fue acentuando a lo largo de la vida del autor, especialmente tras su experiencia en una cárcel de la dictadura argentina entre 1976 y 1977 ‒no olvidemos que durante su cautiverio, además del arresto sin cargos, el aislamiento y la tortura, sufrió cuatro simulacros de fusilamiento‒.

Hay un episodio de Zama que, aparentemente aislado, funciona en realidad como una fábula o una cifra de la obra de di Benedetto. Zama se ha unido a una expedición militar para dar caza al rebelde Vicuña Porto y con ello la novela ha dejado abruptamente de ser un drama existencial sobre la espera para convertirse en un western ambientado en las planicies del Chaco. La expedición avanza por la llanura y se topa con una horda de indios ciegos, víctimas del ataque de una tribu enemiga que los ha cegado con cuchillos al rojo vivo. Estos ciegos, se entera Zama por boca de un informante, habían descubierto que eran más felices prescindiendo de la vista, ya que “cada cual podía estar solo consigo mismo. No existían la vergüenza, la censura y la inculpación; no fueron necesarios los castigos (…) Pero cuando los hijos tuvieron cierta edad, los ciegos comprendieron que los hijos podían ver. Entonces fueron penetrados por el desasosiego. No conseguían estar en sí mismos. Abandonaron los ranchos y se echaron a los bosques, a las praderas, a las montañas… Algo los perseguía o los empujaba. Era la mirada de los niños, que iba con ellos, y por eso no conseguían detenerse en ningún sitio.” Es curioso cómo las criaturas de di Benedetto parecen creer que la libertad solo se gana mediante una u otra forma de privación, como si la única manera de estar con los demás fuera prescindiendo parcialmente de ellos o de uno mismo, algo que también se puede trasladar a su prosa, donde la contención es la vía de apertura y experimentación en el interior del lenguaje, una experimentación sutil con las limitaciones, justamente, y que hace posibles los desplazamientos semánticos, la ambigüedad de las acciones y las cadencias rítmicas de la sintaxis. Parece obvio que en esta historia de los indios ciegos la visión de los hijos cumple la función de asedio que cumple el ruido en El silenciero. El mismo asedio del que huyen las víctimas de la última novela de la trilogía, Los suicidas. Lastrada hasta cierto punto por el discurso existencialista de la época y contada con un tono y una estructura que recuerda a las primeras películas de Goddard, la novela gira en torno a las investigaciones de un periodista a quien le encargan una serie de notas sobre las posibles causas del suicidio. La investigación, como la vida misma, no conduce a nada. Solo queda la extraña mueca de horror y placer con que aparecen los cadáveres.

Pero como dice el narrador de Los suicidas, “la vida es tenaz”. Y aunque sus personajes se muevan a ciegas, dando tumbos entre la incomprensión y el malentendido, balbuceando el idioma secreto de los derrotados, lo cierto es que persisten. Siguen adelante. Continúan hablando como hace Diego de Zama, cuyo ascenso en el escalafón burocrático de la colonia española se posterga hasta el vacío y la degradación moral. Y es esa persistencia en medio del absurdo, esa voz que surge transparente desde los márgenes de la distribución geopolítica del sentido, es esa voz adiestrada en la obediencia a unos valores que constituyen a la vez la causa de la ruina de todo un continente, la que se interroga por su propia naturaleza, la que nos interpela a todos, más allá del lugar que creamos ocupar dentro de esa distribución.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Nota rápida sobre los escritores y la publicidad

La lógica de la publicidad obliga a los escritores a definirse constantemente porque la publicidad vende sobre todo identidad. El producto último de la publicidad es ese: la identidad. Un deseo de “ser alguien en la vida” pero también el deseo de que algo sea fácilmente empacable, manejable, etiquetable. Esa identidad puede ser múltiple, compleja, por supuesto, puede tener aristas, al fin y al cabo el escritor puede construirse a sí mismo como un personaje. Pero la publicidad le exige al escritor que, por complejo que sea el producto, conserve las características de la mercancía. Y sobre todo, que pueda entenderse bajo la forma vacía de la marca, que transmita una(s) imagen(es). Esto lo entendió hace mucho la iglesia católica. Jesucristo es el modelo publicitario en el que se basan todos los demás modelos publicitarios de la historia, tiene mil caras, mil citas, mil milagros, mil iconos y siempre es perfectamente exportable, vendible, traducible a todos los idiomas. No hay publicidad que en cierto modo no sea una imitación de Cristo. En últimas, creo que esa noción de identidad como conciliación y clausura dialéctica que se promueve desde la publicidad, la prensa, etc, es algo que los escritores deberían cuestionar, en lugar de acatar alegremente. Hay una voz que te dice constantemente tú eres esto. Así te vemos. Esto eres tú. Un colombiano cosmopolita. O un provinciano telurista. O un caribeño sabrosón. O un madrileño nacido en Colombia. O un escritor de vanguardia. O un escritor tradicional. O un autor paralítico murciano que ha escrito una de vampiros. La identidad, y no solo la de los escritores sino la de todo el mundo, no es otra cosa que un dejar de ser. O mejor, en gerundio, un dejando de ser. Si soy algo, solo soy lo que estoy dejando de ser constantemente. No me interesa empezar a ser algo. Definirme, crear un concepto y entrar a correr en su interior como hacen los hamsters dentro de la rueda. Obviamente, si te exponés públicamente, si publicás, si querés que tu editor no quiebre y le querés ayudar a vender los libros, si salís en el periódico y si te hacen una sesión de fotos donde te obligan a ponerte un casco de astronauta o a ordeñar una vaca vestido con ropa de marca, si te hacen una entrevista y el redactor es un pelotudo que tergiversa todo lo que decís, en fin, si sos escritor, es inevitable que se produzcan esas instancias de definición, de cristalización de la identidad. No digo que haya que renunciar a la promoción y aspirar a un lugar de pureza. Al contrario. Creo que todos estamos inmersos en un montón de mierda, estamos hasta el cuello en la fosa séptica de las contradicciones del capitalismo y no podemos arreglarlo yéndonos a vivir a la cabaña de Heidegger. Quizás lo interesante estaría en resaltar las tensiones, en mostrarlas todo lo posible, en exponer las aporías y ver cómo se superponen, cómo operan juntas en el mecanismo de producción social de una imagen. Mejor dicho, entender el dispositivo y discutirlo. El escritor, en todo caso, es un lugar donde se cruzan un montón de fuerzas sociales. Para tomar un ejemplo reciente: cuando Alberto Olmos sale en la prensa a "definirse" como un moralista en plena cruzada contra la falacia de la "solidaridad", por un lado, me inspira piedad (Jesucristo calvo, lo que nos faltaba), por otro, lo encuentro el colmo del kitsch, en el sentido de que está disimulando la mierda subterránea debajo del primoroso packaging de la "incorrección política". Porque detrás de esos desesperados intentos de reventar el mercado con acciones Olmos, yo veo tensiones sociales, veo conflictos irresueltos entre el deseo de una ética artística verdadera y el oportunismo más cínico, veo complejos históricos, veo las carencias del sistema educativo español, veo el puente de Segovia, veo la caspa en los hombros del camarero del Café Gijón, veo el sentido del humor al servicio de una amargura profunda, en fin, veo síntomas. Y son esos síntomas los que vale la pena exteriorizar y discutir.

martes, 11 de octubre de 2011

El inquilino, de Polanski


Un hombrecito gris y tímido busca desesperadamente un apartamento en París. Una tarde encuentra un sitio que se ajusta a sus posibilidades pero, según le informa con desparpajo la portera del edificio, no podrá alquilarlo hasta que se confirme la muerte de la antigua inquilina, una mujer perturbada que ha intentado suicidarse arrojándose por la ventana de esa misma casa. El hombrecito visita a la enferma para evaluar sus posibilidades de conseguir el apartamento. Ella está enyesada de pies a cabeza en una cama de hospital, tiene la boca abierta, le falta un diente. El encuentro es cómico y horrible a la vez. La mujer pega un alarido atroz.

Pocos días después recibe la buena noticia: la mujer ha muerto, así que podrá negociar el alquiler. Se muda de inmediato, acomoda sus escasas pertenencias, pero no se deshace de las cosas de la difunta. El armario está lleno de vestidos, los muebles son los mismos. Tampoco tarda en descubrir que sus vecinos son personas hostiles y egoístas que le hacen la vida imposible, exigiéndole constantemente que cumpla con unas normas de convivencia absurdas, tachándolo de ruidoso y molesto. El hombrecito está muy solo en el mundo y ese acoso no le sienta muy bien que digamos. Sus compañeros de trabajo tampoco ayudan demasiado, se burlan de él, abusan de su buena voluntad, de su incapacidad para decir no.

Una tarde, mientras intenta cambiar de sitio los muebles, descubre un agujero detrás del armario. Dentro del agujero hay un algodón ensangrentado. Dentro del algodón ensangrentado hay un diente.

Días después recibe la visita inesperada de un tipo feo y triste que viene a preguntar por la antigua inquilina. El hombrecito le da las malas noticias y el tipo feo se pone a llorar. Tras haber amado en silencio a la mujer durante años por fin había reunido fuerzas para declararse, dice. El hombrecito lo consuela e incluso lo lleva a dar una vuelta, le paga unas copas.

La vida de la antigua inquilina y el acoso de los vecinos cobran una presencia cada vez más fuerte en el espacio del hombrecito. La locura no se hace esperar. El hombrecito asume el lugar de la inquilina. Se pone su ropa. Se compra una peluca y unos zapatos a juego con los vestidos. El espacio doméstico se revela como un organismo vivo y mutante que deglute los cuerpos. Un sarcófago en el sentido más literal de la palabra. El acoso de los vecinos adopta la forma de un tribunal de linchamiento bufo que emitirá una condena sencilla, inapelable: el hombrecito deberá repetir la historia de la inquilina y acabará arrojándose por la ventana, travestido como la vieja inquilina.

Lo más llamativo de la película es que permite ver que la locura no es el resultado de una simple disfunción subjetiva o de un fallo en el desarrollo de la personalidad del individuo. Al contrario, a lo que asistimos es a un ejemplo de construcción social del loco. Incapaz de comulgar del todo con un entorno donde prima la satisfacción egoísta de los intereses individuales, donde la gente ha perdido cualquier asomo de solidaridad, donde las comunidades han perecido bajo el rodillo de la estética de la competencia y la desconfianza como motores de un éxito monstruoso, el hombrecito se retira voluntariamente de la lucha por la supervivencia de los más aptos y queda abierto para recibir las fuerzas traumáticas de sus vecinos, unas fuerzas que se eliminan del cuerpo social en tanto residuos tóxicos del sistema de producción del capital simbólico y que a la larga determinan la configuración del enfermo mental como otredad. En otras palabras, la locura no es, como quisiera cierta psiquiatría, un asunto de cables y químicos corporales; tampoco se trataría de una incapacidad innata o adquirida de las personas para socializar debidamente, como quisieran los psicólogos de la conducta más recalcitrantes. Sería más bien un proceso colectivo de producción del comportamiento a imagen y semejanza del sistema de producción del capital, con su división del trabajo a la manera de un reparto de roles, donde el loco ocuparía su lugar junto a otros colectivos marginados que no pueden disfrutar de los aparentes beneficios de la buena conducta.

Asimismo, es cuando menos curioso que la apertura del hombrecito de Polanski produzca a la vez una extrema fragilidad y una predisposición a la solidaridad. De hecho, podría decirse que su enfermedad teatraliza una necesidad radical de ponerse en el lugar del otro como un fin en sí mismo. Y esa gratuidad absoluta sería también una economía, en el sentido estricto de norma doméstica. En últimas, el hombrecito de Polanski ejercería una forma de rebeldía ilegible para los que prefieren seguir ocupándose exclusivamente de sus asuntos, los laboriosos detentadores de la normalidad.

martes, 4 de octubre de 2011

Baile y Fuga

Sergio Pitol

Una autobiografía soterrada

Anagrama, 2011

La prosa de Pitol se aproxima a la fuerza de atracción de los conceptos. Gira acompasadamente en su órbita, baila, aumenta la velocidad y luego emprende la fuga. La prosa jamás pretende llegar al corazón del concepto ni lo hace surgir como una revelación definitiva que a la larga se sentiría como algo banal, pedante hasta la irritación. En cambio la prosa surca y pule lo que toca en una danza sencilla y a su paso no queda más que una corriente llena de vórtices donde flotan los pedacitos del concepto, pulverizados. Se trata de una forma de conocimiento cada vez más anómala cuyo signo es el placer del movimiento, el devenir y la mutación de las ideas alentado por el pulso secreto de la poesía. Esa forma anómala de conocimiento se llama literatura. Y la formidable red fluvial Pitol queda expuesta, más aún si cabe, en este libro que reúne fragmentos de diarios, notas ensayísticas, apuntes borrosos, anécdotas y una entrevista con el amigo Carlos Monsiváis. A estas alturas ya no nos sorprende que Pitol se las haya arreglado de nuevo para que semejante diversidad no zozobre en un cansino pastiche de simulaciones, sino que todo ese material heterogéneo fluya en el cauce de la prosa, con sus corrientes internas, sus remolinos y las infinitas ramificaciones de la desembocadura. Como lo aclara él mismo al describir sus sospechas hacia el vanguardismo del nouveau roman y Tel Quel, la necesidad de innovación formal no podía partir del rechazo de los recursos desarrollados por la novela del XIX, ni mirar con ciego desdén a Dickens o a Galdós por su fidelidad a la trama. Del mismo modo, su pertenencia a la cultura mexicana jamás estuvo reñida con una apertura hacia todas las tradiciones y literaturas. De hecho, su obra quizás pueda entenderse como un viaje incesante de idas y venidas entre lenguajes, donde las identidades se vuelven dudosas mascaradas, códigos pervertidos de utilidad imprecisa.

Siempre en deuda con el gran Alfonso Reyes, el clasicismo de Pitol no es el refugio aristocrático de la armonía apolínea, libre de todo conflicto. Su clasicismo es tensión muscular, agonística, placer, lucha, fiesta. Laocoonte y la temible serpiente, el invasor longobardo que en plena batalla, iluminado por la visión fantástica de una ciudad, se cambia de bando y muere defendiendo a Roma. “Hay un aspecto que especialmente me toca del legado romano”, escribe Pitol, “su permeabilidad a las otras culturas. Durante años Roma envió a sus mejores hijos a la Escuela de Atenas, y a sus propias deidades incorporó rebautizándolo el amplio reparto del Olimpo griego; aún más, el culto a esos dioses coincidió con otros: Isis y Osiris, Mantra y también con las creencias de cristianos y judíos (…). Ese carácter de simultaneidad en lo diverso es el que realmente me interesa del mundo latino. Estrechar los límites y encerrarse en ellos siempre ha significado empobrecerse.”

En franco pleito contra ese empobrecimiento, contra la gravedad de los descubridores de verdades, contra la autocomplacencia de los melancólicos, contra la afectación de los sepultureros, Pitol nos propone su paganismo celebratorio. Una actitud vital que es a la vez un estilo, la auténtica elegancia: la manera sobria y risueña de enfrentarse a la muerte, la natural aceptación de la simultaneidad de los tiempos, la serena transformación del cuerpo de la escritura en el definitivo carnaval de las sensibilidades históricas.

Como ocurre con Montaigne, Pitol hace lo que le da la gana. Grita, susurra, brinca, nos hace guiños, suelta una carcajada, llora discretamente, reconoce valientemente sus limitaciones y, delante de nuestras narices, transforma esas supuestas carencias en sus principales virtudes, de modo que allí donde parece haber un agujero teórico, surge un fructífero pozo de genuinas reflexiones sobre las relaciones entre el arte y la vida. Tanta libertad resulta contagiosa.

(Texto publicado en la Revista Quimera, Sept.2011)

domingo, 8 de mayo de 2011

Nueve fábulas nocilleras

El novísimo defensor de la nueva novedad acudió temprano a su cita con la historia, pero en la entrada del edificio ya se había formado una fila muy larga de gente que venía a hacer el mismo trámite. Algunos llevaban allí toda la vida, esperando.

"Tengo algo nuevo que enseñarte", me dijo el novísimo defensor y le pedí que me lo enseñara. Me lo enseñó y le dije: "pero esto no es nuevo". Él se encogió de hombros y se fue a su casa, desconsolado. No conseguía engañar a nadie, a pesar de los alardes con que anunciaba la gran novedad.

Lejos de cuestionar su destino, el novísimo defensor de la nueva novedad se consolaba pensando en sus antecesores con una mezcla de condescendencia y envidia. La historia me absolverá… cuando la supere, decía. Era el día de su cuarenta cumpleaños.

Macedonio Fernández y Chewbacca pidieron un pincho de tortilla en la barra mientras esperaban a que llegara el novísimo defensor de lo nuevo. Los había citado allí para anunciarles que tendrían un cameo en su anunciada novedad, la Obra, la Novela, la Siempre-Esperada, la Nunca-Alumbrada. "Esta tortilla está seca", dijo Chewbacca, despectivo. Macedonio la envolvió en una servilleta y se la metió al bolsillo del saco. El novísimo defensor había insistido en que hicieran la reunión por Skype pero a Macedonio le venía mal porque su conexión era muy lenta, con módem de 57K. Chewbacca fue al baño, levantó la tapa y meó largo y tendido, leyendo las cosas que la gente escribía en la pared: "Busco rollo 666-6666-6." Chewbacca marcó el número desde su Blackberry y le contestó una voz familiar: "¿ho...ho...hola?" Era el novísimo defensor, que buscaba rollo desesperadamente, harto de mantener viva la llama de su matrimonio a través de la pantalla del ordenador.

Una mañana, harto de recibir palos y renovada su fe en el poder de los neologismos, el novísimo defensor de la nueva novedad decidió rebautizarse como Novísimo Defensor de la Nueva Novedad 2.0

El novísimo defensor dijo en una conferencia que Góngora era un spinning overlapping over the mocking zapping. Góngora levantó la mano entre el público y dijo: “eso, eso, que rime”.

Esa conferencia le valió la adhesión de algunos chicos jóvenes. Al cabo de dos días los discípulos descubrieron que, dijera lo dijera el maestro, ellos eran por necesidad mucho más nuevos que el novísimo. Y lo abandonaron y lo negaron tres veces antes de que cantara el gallo y se fueron a una sesión de fotos en Malasaña.

El novísimo defensor, más conocido como el 2.0, descubrió que en los países del Tercer Mundo había mucha gente deseosa de dar el salto por encima o por debajo de la frontera que separaba lo viejo de lo nuevo. Conmovido, el 2.0 les dio ánimos y divulgó su fe en unas famosas cartas publicadas en su blog y que años después serían conocidas como las Epístolas a los Negritos Robotrónicos.

El 2.0 leyó todos los libros del continente europeo. Luego, becado por una universidad gringa, leyó todos los libros del continente americano. El día que cerró el último volumen, se asomó a la ventana, vio el resplandor del sol sobre la cúpula del Capitolio y pensó: “tenía razón, mamones, tenía razón.” En ese instante, en la pieza lóbrega de un hotel barato de provincias, Macedonio Fernández sacaba de su bolsillo el pincho de tortilla seca y lo mordisqueaba tímidamente delante de sus papeles revueltos. “Esto es un quilombo”, pensó Macedonio, “esto es un quilombo.”
















domingo, 1 de mayo de 2011

Una de vagabundos

(texto publicado en Quimera # 327)

Dentro de la mitología norteamericana, quizás valdría la pena llamar la atención sobre la figura del vagabundo como contraparte del cowboy, ese emblema romántico de libertad y horizontes abiertos en el modelo colonial de civilización. El vagabundo, a diferencia del cowboy, carece de toda ética protestante del trabajo. El vagabundo no anhela extender su territorio, poseer muchas cabezas de ganado, fundar una estirpe, y desde luego no tiene nada que ver con la gran entelequia del hombre blanco, el guardián de la frontera contra los oscuros poderes del Otro, el negro, el indio, el mexicano, el chino. Para el vagabundo la épica es una mohosa y vieja película muda con cientos de extras en ridículos disfraces y primeros planos de los protagonistas. El kitsch de la masa y la voluntad del individuo. Un proyecto nefasto que apenas merece cierta simpatía amarga, cierta conmiseración. El vagabundo es, en su negación de la racionalidad instrumental que guía los pasos de la Conquista del Oeste, un agente político al servicio de la experimentación social.

Este libro, el primero publicado por Brautigan en 1964, se nutre de una extensa tradición norteamericana que se remonta al viejo Mark Twain y, por supuesto, a Whitman, o lo que es igual, a una lectura rabiosa, febril y desmesurada de los ideales promulgados por los Padres Fundadores acerca de la libertad y los derechos civiles.

El general confederado al que se alude en el título es una figura cargada de referencias culturales e históricas: alusión humorística a las genealogías patriarcales, estampa tragicómica de las causas perdidas, espectro jocoso que surge del olvido para burlarse de la lógica de la guerra, ficticio representante de un territorio todavía salvaje a un costado de la soleada California. Es, en últimas, el santo patrono de los dos vagabundos que protagonizan el libro. Dos tipos que no están dispuestos a convertirse en fuerza de trabajo bajo ninguna circunstancia, pues, como diría el bueno de Thoreau, “los hombres trabajan bajo la influencia de un error”. Y ese es un error que Lee Mellon y Jesse tratarán de enmendar refugiándose en una maltrecha cabaña en medio del extraño bosque de Big Sur, junto a un estanque lleno de ranas, a tres pasos del Océano Pacífico. ¿Y qué hacen? Absolutamente nada relevante ni productivo para la nación. Piensan. Cazan lo que pueden. Aguantan hambre. Reciben visitas inesperadas. Pero sobre todo, juegan. Juegan a revolver citas, referencias históricas, juegan a llevar las acciones hacia un vacío lógico donde la satisfacción de una necesidad básica –comer, fumar, follar− se transforma en una pequeña aventura filosófica sobre las posibilidades éticas y estéticas del absurdo. Ciertamente Thoreau resuena en todo el libro de Brautigan, pero por su tratamiento radical de la ironía, por las libertades formales del texto que facilitan la supresión de cualquier señal de gravedad, esta novela está fuertemente emparentada con los personajes bufos de Shakespeare, con el ingenio leve de Sterne y Swift.

A pesar de que se trata de un texto muy anclado a una época determinada, en medio del clima de agitación política y social generado desde diversos puntos álgidos como la cercana Berkeley, a pesar de los guiños un poco gastados a la sensibilidad del hipismo y la contracultura –elementos hace ya mucho procesados en el molino del capital−, el libro sigue siendo fresco, muy sugerente y extrañamente magnetizado por la poesía que Brautigan deja caer como involuntariamente: la risa de una mujer es una puerta que se abre a otra puerta que se abre a otra puerta que se abre; para acallar el insoportable clamor de las ranas del estanque es preciso introducir dos pequeños caimanes que se comportan como gatitos; la noche cae tomando la luz de prestado, primero pidiendo unos pocos centavos de luz y luego miles de dólares en luz, de modo que “la luz pronto se disiparía, el banco cerraría, los cajeros se quedarían sin empleo y el presidente del banco se suicidaría”. Sin duda es de agradecer que la editorial Blackie Books se haya animado a reeditar con tanto esmero la obra de este singularísimo autor.

jueves, 3 de marzo de 2011

Galliano y el lugar de la enunciación


John Galliano tiene cara de gilipollas. Y a juzgar por el vídeo grabado en el bar donde el diseñador se estaba emborrachando, Galliano es un pesado de cojones. Algunos de los diseños que he visto en la red me parecen francamente bonitos y muy frescos, capaces de sugerir la extravagancia en los detalles y la elegancia en el conjunto. De ahí que me resulte extraño que Galliano se vista tan mal él mismo. Digo esto desde mi infinita ignorancia sobre asuntos de moda. Reconozco que no me interesa mucho el asunto. De no haber sido por el escándalo que se montó esta semana ni me habría fijado en este señor. Y me he fijado precisamente porque, en primer lugar, creo haber descubierto a un personaje interesante y, en segundo lugar, porque me parece que su caída en desgracia saca a la luz varias cloacas de la cuestión racial y las deudas históricas de la vieja Europa. En estos días un amigo me decía que le parecía condenable que un homosexual, mestizo, nacido en Gibraltar, de apellido italiano pudiera haber dicho semejantes cosas y que si Hitler viviera Galliano estaría seguramente en el bando de las víctimas. Esta opinión, que parece tan obvia, oculta una lógica perversa que consiste en suponer que si Galliano, al igual que muchos otros que podrían compartir algunas de sus características étnicas o culturales, no está en posición de comportarse como un racista, eso quiere decir que existirían, en el otro extremo, personas que sí estarían en dicha posición de privilegio étnico o cultural. En otras palabras, mi amigo estaba diciendo que si Galliano hubiera sido un rubio jugador heterosexual de la selección danesa de fútbol, se habría encontrado legitimado, al menos desde el punto de vista lógico y racial, para hacer esas afirmaciones. Y es que buena parte del discurso dominante sobre la corrección política en asuntos raciales tiene que ver con dicha suposición. Esto es, que el Hombre Blanco, desde la cúspide racial y cultural, pudiendo exterminar o “gasear” a los demás, un día cualquiera se levanta y prefiere no hacerlo para poner en marcha un plan de asimilación, conversión e inclusión del Otro. Y es a eso a lo que se refería hace unos meses la canciller alemana Angela Merkel cuando dijo que la sociedad multicultural había fracasado. En otras palabras, que ella y los que son como ella no habían conseguido enseñarles a hablar alemán a los negritos, cuando es evidente que si realmente hubieran querido “integrarlos” eso habría traído consigo la desaparición de los dos términos opuestos de la ecuación y con ello habría desaparecido también la amada ficción del Hombre Blanco. El escándalo de Galliano, más allá de los recursos dramáticos elegidos por la prensa para lapidar públicamente al diseñador, está íntimamente ligado al reparto geopolítico de la culpa en el continente. Los franceses por Vichy, los ingleses por una mezcla de morbo mediático e hipocresía protestante, los españoles porque están dispuestos a copiar los dictados de la corrección ajena con tal de no pensar por sí mismos (el tabaco, los toros…), los italianos porque les gusta el teatro y los alemanes… ay, los alemanes. En efecto, mi amigo, que creía estar siendo el más políticamente correcto en sus argumentos contra Galliano, en realidad estaba reproduciendo toda la maraña de síntomas coloniales y racistas. Por el contrario, lo interesante es que esas frases provengan de un tipo como Galliano, que además de excéntrico, es mestizo, gay, hortera y nacido en Gibraltar, zona donde se aglutinan varios de los conflictos simbólicos a los que estamos aludiendo aquí. Lo interesante es, pues, el lugar de la enunciación. Galliano, ese creador de tendencias que ha basado algunas de sus colecciones en los atuendos de los gitanos, está triturando el significado de esas palabras racistas con el solo hecho de pronunciarlas. Nos está escupiendo a la cara a todos con su impertinencia, que no es más que una vomitona punk y un repugnante souvenir del futuro que se nos viene, ahora que a los hombres blancos se les ha agotado la paciencia con los negritos. Y si uno mira con frialdad los vídeos, la distancia y el extrañamiento respecto del mensaje y el emisor son consecuencias inevitables. Hay un tipo borracho, entre agresivo y melancólico, que saca a relucir sus complejos delante de unos turistas molestos que se divierten haciéndolo decir estupideces. “¿De dónde eres?”, le pregunta una de las chicas, como redarguyendo que un gibraltareño no puede decir algo así. “De tu puto culo”, responde Galliano, el nuevo chivo expiatorio de una Europa que parece no haber aprendido absolutamente nada.