domingo, 8 de mayo de 2011

Nueve fábulas nocilleras

El novísimo defensor de la nueva novedad acudió temprano a su cita con la historia, pero en la entrada del edificio ya se había formado una fila muy larga de gente que venía a hacer el mismo trámite. Algunos llevaban allí toda la vida, esperando.

"Tengo algo nuevo que enseñarte", me dijo el novísimo defensor y le pedí que me lo enseñara. Me lo enseñó y le dije: "pero esto no es nuevo". Él se encogió de hombros y se fue a su casa, desconsolado. No conseguía engañar a nadie, a pesar de los alardes con que anunciaba la gran novedad.

Lejos de cuestionar su destino, el novísimo defensor de la nueva novedad se consolaba pensando en sus antecesores con una mezcla de condescendencia y envidia. La historia me absolverá… cuando la supere, decía. Era el día de su cuarenta cumpleaños.

Macedonio Fernández y Chewbacca pidieron un pincho de tortilla en la barra mientras esperaban a que llegara el novísimo defensor de lo nuevo. Los había citado allí para anunciarles que tendrían un cameo en su anunciada novedad, la Obra, la Novela, la Siempre-Esperada, la Nunca-Alumbrada. "Esta tortilla está seca", dijo Chewbacca, despectivo. Macedonio la envolvió en una servilleta y se la metió al bolsillo del saco. El novísimo defensor había insistido en que hicieran la reunión por Skype pero a Macedonio le venía mal porque su conexión era muy lenta, con módem de 57K. Chewbacca fue al baño, levantó la tapa y meó largo y tendido, leyendo las cosas que la gente escribía en la pared: "Busco rollo 666-6666-6." Chewbacca marcó el número desde su Blackberry y le contestó una voz familiar: "¿ho...ho...hola?" Era el novísimo defensor, que buscaba rollo desesperadamente, harto de mantener viva la llama de su matrimonio a través de la pantalla del ordenador.

Una mañana, harto de recibir palos y renovada su fe en el poder de los neologismos, el novísimo defensor de la nueva novedad decidió rebautizarse como Novísimo Defensor de la Nueva Novedad 2.0

El novísimo defensor dijo en una conferencia que Góngora era un spinning overlapping over the mocking zapping. Góngora levantó la mano entre el público y dijo: “eso, eso, que rime”.

Esa conferencia le valió la adhesión de algunos chicos jóvenes. Al cabo de dos días los discípulos descubrieron que, dijera lo dijera el maestro, ellos eran por necesidad mucho más nuevos que el novísimo. Y lo abandonaron y lo negaron tres veces antes de que cantara el gallo y se fueron a una sesión de fotos en Malasaña.

El novísimo defensor, más conocido como el 2.0, descubrió que en los países del Tercer Mundo había mucha gente deseosa de dar el salto por encima o por debajo de la frontera que separaba lo viejo de lo nuevo. Conmovido, el 2.0 les dio ánimos y divulgó su fe en unas famosas cartas publicadas en su blog y que años después serían conocidas como las Epístolas a los Negritos Robotrónicos.

El 2.0 leyó todos los libros del continente europeo. Luego, becado por una universidad gringa, leyó todos los libros del continente americano. El día que cerró el último volumen, se asomó a la ventana, vio el resplandor del sol sobre la cúpula del Capitolio y pensó: “tenía razón, mamones, tenía razón.” En ese instante, en la pieza lóbrega de un hotel barato de provincias, Macedonio Fernández sacaba de su bolsillo el pincho de tortilla seca y lo mordisqueaba tímidamente delante de sus papeles revueltos. “Esto es un quilombo”, pensó Macedonio, “esto es un quilombo.”
















domingo, 1 de mayo de 2011

Una de vagabundos

(texto publicado en Quimera # 327)

Dentro de la mitología norteamericana, quizás valdría la pena llamar la atención sobre la figura del vagabundo como contraparte del cowboy, ese emblema romántico de libertad y horizontes abiertos en el modelo colonial de civilización. El vagabundo, a diferencia del cowboy, carece de toda ética protestante del trabajo. El vagabundo no anhela extender su territorio, poseer muchas cabezas de ganado, fundar una estirpe, y desde luego no tiene nada que ver con la gran entelequia del hombre blanco, el guardián de la frontera contra los oscuros poderes del Otro, el negro, el indio, el mexicano, el chino. Para el vagabundo la épica es una mohosa y vieja película muda con cientos de extras en ridículos disfraces y primeros planos de los protagonistas. El kitsch de la masa y la voluntad del individuo. Un proyecto nefasto que apenas merece cierta simpatía amarga, cierta conmiseración. El vagabundo es, en su negación de la racionalidad instrumental que guía los pasos de la Conquista del Oeste, un agente político al servicio de la experimentación social.

Este libro, el primero publicado por Brautigan en 1964, se nutre de una extensa tradición norteamericana que se remonta al viejo Mark Twain y, por supuesto, a Whitman, o lo que es igual, a una lectura rabiosa, febril y desmesurada de los ideales promulgados por los Padres Fundadores acerca de la libertad y los derechos civiles.

El general confederado al que se alude en el título es una figura cargada de referencias culturales e históricas: alusión humorística a las genealogías patriarcales, estampa tragicómica de las causas perdidas, espectro jocoso que surge del olvido para burlarse de la lógica de la guerra, ficticio representante de un territorio todavía salvaje a un costado de la soleada California. Es, en últimas, el santo patrono de los dos vagabundos que protagonizan el libro. Dos tipos que no están dispuestos a convertirse en fuerza de trabajo bajo ninguna circunstancia, pues, como diría el bueno de Thoreau, “los hombres trabajan bajo la influencia de un error”. Y ese es un error que Lee Mellon y Jesse tratarán de enmendar refugiándose en una maltrecha cabaña en medio del extraño bosque de Big Sur, junto a un estanque lleno de ranas, a tres pasos del Océano Pacífico. ¿Y qué hacen? Absolutamente nada relevante ni productivo para la nación. Piensan. Cazan lo que pueden. Aguantan hambre. Reciben visitas inesperadas. Pero sobre todo, juegan. Juegan a revolver citas, referencias históricas, juegan a llevar las acciones hacia un vacío lógico donde la satisfacción de una necesidad básica –comer, fumar, follar− se transforma en una pequeña aventura filosófica sobre las posibilidades éticas y estéticas del absurdo. Ciertamente Thoreau resuena en todo el libro de Brautigan, pero por su tratamiento radical de la ironía, por las libertades formales del texto que facilitan la supresión de cualquier señal de gravedad, esta novela está fuertemente emparentada con los personajes bufos de Shakespeare, con el ingenio leve de Sterne y Swift.

A pesar de que se trata de un texto muy anclado a una época determinada, en medio del clima de agitación política y social generado desde diversos puntos álgidos como la cercana Berkeley, a pesar de los guiños un poco gastados a la sensibilidad del hipismo y la contracultura –elementos hace ya mucho procesados en el molino del capital−, el libro sigue siendo fresco, muy sugerente y extrañamente magnetizado por la poesía que Brautigan deja caer como involuntariamente: la risa de una mujer es una puerta que se abre a otra puerta que se abre a otra puerta que se abre; para acallar el insoportable clamor de las ranas del estanque es preciso introducir dos pequeños caimanes que se comportan como gatitos; la noche cae tomando la luz de prestado, primero pidiendo unos pocos centavos de luz y luego miles de dólares en luz, de modo que “la luz pronto se disiparía, el banco cerraría, los cajeros se quedarían sin empleo y el presidente del banco se suicidaría”. Sin duda es de agradecer que la editorial Blackie Books se haya animado a reeditar con tanto esmero la obra de este singularísimo autor.