lunes, 28 de noviembre de 2011

Nota rápida sobre los escritores y la publicidad

La lógica de la publicidad obliga a los escritores a definirse constantemente porque la publicidad vende sobre todo identidad. El producto último de la publicidad es ese: la identidad. Un deseo de “ser alguien en la vida” pero también el deseo de que algo sea fácilmente empacable, manejable, etiquetable. Esa identidad puede ser múltiple, compleja, por supuesto, puede tener aristas, al fin y al cabo el escritor puede construirse a sí mismo como un personaje. Pero la publicidad le exige al escritor que, por complejo que sea el producto, conserve las características de la mercancía. Y sobre todo, que pueda entenderse bajo la forma vacía de la marca, que transmita una(s) imagen(es). Esto lo entendió hace mucho la iglesia católica. Jesucristo es el modelo publicitario en el que se basan todos los demás modelos publicitarios de la historia, tiene mil caras, mil citas, mil milagros, mil iconos y siempre es perfectamente exportable, vendible, traducible a todos los idiomas. No hay publicidad que en cierto modo no sea una imitación de Cristo. En últimas, creo que esa noción de identidad como conciliación y clausura dialéctica que se promueve desde la publicidad, la prensa, etc, es algo que los escritores deberían cuestionar, en lugar de acatar alegremente. Hay una voz que te dice constantemente tú eres esto. Así te vemos. Esto eres tú. Un colombiano cosmopolita. O un provinciano telurista. O un caribeño sabrosón. O un madrileño nacido en Colombia. O un escritor de vanguardia. O un escritor tradicional. O un autor paralítico murciano que ha escrito una de vampiros. La identidad, y no solo la de los escritores sino la de todo el mundo, no es otra cosa que un dejar de ser. O mejor, en gerundio, un dejando de ser. Si soy algo, solo soy lo que estoy dejando de ser constantemente. No me interesa empezar a ser algo. Definirme, crear un concepto y entrar a correr en su interior como hacen los hamsters dentro de la rueda. Obviamente, si te exponés públicamente, si publicás, si querés que tu editor no quiebre y le querés ayudar a vender los libros, si salís en el periódico y si te hacen una sesión de fotos donde te obligan a ponerte un casco de astronauta o a ordeñar una vaca vestido con ropa de marca, si te hacen una entrevista y el redactor es un pelotudo que tergiversa todo lo que decís, en fin, si sos escritor, es inevitable que se produzcan esas instancias de definición, de cristalización de la identidad. No digo que haya que renunciar a la promoción y aspirar a un lugar de pureza. Al contrario. Creo que todos estamos inmersos en un montón de mierda, estamos hasta el cuello en la fosa séptica de las contradicciones del capitalismo y no podemos arreglarlo yéndonos a vivir a la cabaña de Heidegger. Quizás lo interesante estaría en resaltar las tensiones, en mostrarlas todo lo posible, en exponer las aporías y ver cómo se superponen, cómo operan juntas en el mecanismo de producción social de una imagen. Mejor dicho, entender el dispositivo y discutirlo. El escritor, en todo caso, es un lugar donde se cruzan un montón de fuerzas sociales. Para tomar un ejemplo reciente: cuando Alberto Olmos sale en la prensa a "definirse" como un moralista en plena cruzada contra la falacia de la "solidaridad", por un lado, me inspira piedad (Jesucristo calvo, lo que nos faltaba), por otro, lo encuentro el colmo del kitsch, en el sentido de que está disimulando la mierda subterránea debajo del primoroso packaging de la "incorrección política". Porque detrás de esos desesperados intentos de reventar el mercado con acciones Olmos, yo veo tensiones sociales, veo conflictos irresueltos entre el deseo de una ética artística verdadera y el oportunismo más cínico, veo complejos históricos, veo las carencias del sistema educativo español, veo el puente de Segovia, veo la caspa en los hombros del camarero del Café Gijón, veo el sentido del humor al servicio de una amargura profunda, en fin, veo síntomas. Y son esos síntomas los que vale la pena exteriorizar y discutir.