miércoles, 11 de abril de 2012

Breve aproximación al Sistema Carrasquilla

Este texto prologa una antología de cuentos de Tomás Carrasquilla publicada por el Máster de Edición de la Universidad Autónoma de Madrid.

Dada la relativa clandestinidad propiciada por su condición de clásico regional, se hace necesario hoy, de nuevo, volver a delimitar el lugar singular que ocupa la obra de Tomás Carrasquilla en la literatura de nuestra lengua. Mil veces menospreciado, mal leído a conveniencia de quienes preferían reducirlo a un inofensivo costumbrista o realista de tres al cuarto, una especie de Galdós aclimatado al terruño paisa, el viejo Carrasquilla se las ha arreglado para seguir hablando con nosotros, más de un siglo después. Se trata, no cabe duda, de uno de esos casos en los que los prejuicios geopolíticos (en especial ese que estipula un interés puramente local para la literatura escrita más allá de ciertos ejes o meridianos), sumados a las altísimas exigencias rítmicas y léxicas de su lenguaje, han supuesto para este autor la incomprensión y su lenta consolidación como venerable antigualla nacional. Y sin embargo, tengo la impresión de que se lo reedita, no solo por pura costumbre, valga la ambigüedad, sino porque sus palabras siguen resonando en nosotros como una especie de cifra o de deuda no saldada.

Y esa deuda tiene que ver, por supuesto, con la idea de hacerle justicia al propio Carrasquilla. Pero también alude a la necesidad, siempre vigente en el juego de relaciones sociales impuestas por el capitalismo, de restablecer los circuitos que conectan la cultura popular con las instituciones burguesas del arte, o mejor, la posibilidad de poner éstas últimas al servicio de la primera con una voluntad clara de superar eso que Rafael Gutiérrez Girardot describía como una “cultura de la simulación”[1] y que Carrasquilla sabe captar con maestría en sus novelas y cuentos: la cultura de las almas muertas sometidas al caprichoso ventarrón de bonanzas y crisis económicas, la cultura –tan española, por cierto– de los falsos valores y la cursilería entendida como fracaso cómico de la solemnidad[2], la cultura del arribismo y la afectación estética. Carrasquilla da cuenta de esa coyuntura social y política y lo hace, no desde la aplicación de un modelo, sino desde una cierta relación de inmanencia con el objeto, algo bastante excepcional en cualquier novelista de la época. Como explica el propio Gutiérrez Girardot:

Basta pensar, empero, en que la obra de los llamados “indigenistas”, el “panfletarismo” de un Icaza, por ejemplo, la novela de la revolución mexicana, las obras de un Ciro Alegría, tienen mucho de periodismo (los primeros), o menor calidad literaria (Alegría) que Carrasquilla, y de todos modos, no están situados con independencia ante los estímulos ideológicos y ante los modelos literarios de que se sirven. No es éste el caso de Carrasquilla. Y si para dar el juicio de le compara con Mallea o Agustín Yáñez, sería preciso concluir en que los dos también están sujetos muy fuertemente a los modelos de que se sirven. Carrasquilla desarrolló, se sirvió, claro, de principios; y la independencia grande ante los modelos de sus lecturas se puede ver en el hecho de que tiene partes en los que aún no ha encontrado la forma adecuada a SU concepción, lo mismo que en cada novelista europeo, un Dickens, para citar un ejemplo. No sucede esto en los arriba mencionados: en ellos se advierte tras su obra un modelo, una ley externa a la obra, y cuando hay partes débiles, se debe a una falla igualmente externa o un defecto del modelo[3].

En efecto, en algunos de sus relatos, especialmente en los dos ambientados en Bogotá, “La mata” y “El rifle”, la expresión, siempre rica, parece no haber encontrado aún la forma. Pero ello se debe precisamente a que en Carrasquilla las estructuras surgen como un movimiento natural de la materia narrativa y nunca como una imposición externa. Y es que, como el propio autor admite, “tampoco es Bogotá para conocerse a las primeras de cambio; es ciudad muy complicada, que necesita largo estudio. Y yo, ni he vivido en ella ni puedo escribir por referencias: necesito la documentación personal.”[4] En otras palabras, para Carrasquilla no se trata simplemente de recurrir al pueblo en busca de “caracteres”, “tipos”, “ambientes” o “temas”. Su profundo conocimiento de la cultura popular antioqueña y especialmente de su tradición oral, redunda en la creación de todo un sistema de construcción formal que le permite superponer la descripción histórico-crítica con el espacio de los imaginarios y las supervivencias culturales. La obra de Carrasquilla, por tanto, se deja leer mucho mejor desde aquello que Mijail Bajtín entendía por realismo grotesco, esto es, la literatura que bebe de las fuentes de la cultura de la risa que floreciera durante la Edad Media y el Renacimiento en Europa y que, por sorprendente que pueda parecer, permaneció viva y se reformuló en América Latina desde tiempos coloniales, como se puede confirmar gracias al maestro antioqueño. Dice Bajtin:

En el realismo grotesco (es decir en el sistema de imágenes de la cultura cómica popular) el principio material y corporal aparece bajo la forma universal de fiesta utópica. Lo cósmico, lo social y lo corporal están ligados indisolublemente en una totalidad viviente e indivisible. Es un conjunto alegre y bienhechor[5].

Ese espacio donde los distintos estratos de la vida, “lo cósmico, lo social y lo corporal”, se entreveran y forman una unidad indivisible es lo que Carrasquilla consigue hacer resurgir en sus textos. “En la diestra de Dios Padre”, una verdadera obra maestra, es un buen ejemplo de esa fiesta utópica gobernada por el principio material y corporal. Siguiendo una tradición que se remonta al menos hasta la Edad Media, el cuento adopta la forma paródica de una hagiografía para relatar con voces montañeras las aventuras de Peralta, una especie de beato que alcanza la santidad por medios más que disparatados (otro emblema medieval popular: la gloria celestial que se consigue gracias a la picardía y el goce risueño, nunca mediante la privación o la templanza). En la trama intervienen personajes como Jesús, San Pedro, La Muerte o el Demonio, en una sucesión prodigiosa de escenas delirantes marcadas por los elementos que, según Bajtín, constituyen “el centro capital de estas imágenes de la vida corporal y material”, a saber: “la fertilidad, el crecimiento y la superabundancia”[6]. Así, cuando Jesús y San Pedro, disfrazados de peregrinos, le piden posada al siempre caritativo Peralta, la despensa aparece milagrosamente llena “de cuanto Dios crió pa que coman sus criaturas”, toda una cornucopia grotesca:

“tasajos de solomo y de falda, el tocino y la empella (…), costillas de vaca y de cuchino; las longanizas y los chorizos se gulunguiaban y se enroscaban que ni culebras; en la escusa había por docenas los quesitos, y las bolas de mantequilla, y las tutumadas de cacao molido con jamaica, y las hojaldras y las carisecas; los zurrones estaban rebosaos de frijol cargamanto, de papas, y de revuelto de una y otra laya; cocos de güevos había por toítas partes; en un rincón había un cerro de capachos de sal de Guaca; y por allá, junto al granero, había sobre una horqueta un bongo de arepas de arroz, tan blancas, tan esponjadas y tan bien asaditas, que no parecían hechas de mano de cocinera de este mundo; y muy sí señor un tercio de dulce que parecía la mismita azúcar.”

Otro tanto ocurre con las imágenes alegóricas que aparecen al final de “El ánima sola”, donde la solemne ironía de la parábola culmina en una fuga transitoria hacia un mundo utópico de coloridas hipérboles (mundo que para el caso está solo en la mente de Dios, a la que tiene acceso el pecador penitente que protagoniza la historia instantes antes de morir).

Cabe destacar que Carrasquilla se vale siempre del estilo libre indirecto, esa rara forma de la tercera persona o del narrador omnisciente que se deja deformar desde dentro por las voces de los personajes, por las ideas o sensibilidades que se tocan o se describen. En manos de Carrasquilla el estilo libre indirecto deja de ser el refugio de la subjetividad irónica y se convierte en una auténtica máquina carnavalesca, de modo que el Yo soberano, ese ente psicológico axiomático, el diocesillo mezquino que determina las acciones y el reparto de roles, naufraga en una polifonía llena de disonancias y ruidos. Lo que hay, en última instancia, es una voz popular. Una voz donde hablan todos, para todos, pues el “portador del principio material y corporal no es aquí el ser biológico aislado ni el egoísta individuo burgués, sino el pueblo, un pueblo que en su evolución crece y se renueva constantemente.”[7]Así se entiende por qué Peralta, el protagonista de “En la diestra de Dios Padre”, no pide el Cielo desde un primer momento cuando Jesús le concede cinco deseos: tal cosa solo supondría una forma de Salvación individual, egoísta, burguesa que no tiene nada que ver con los principios materiales de la cultura del grotesco. Peralta para desesperación de San Pedro, que no deja de señalarle las nubes con un dedo– pide cosas absolutamente descabelladas como no perder nunca en el juego o el poder de volverse muy pequeño. Y lo que es aún peor, todas esas artimañas le sirven para llevar la caridad hasta el extremo de su disolución en la noción más amplia de superabundancia (de todo para todos).

El hecho de que Carrasquilla siga discutiéndose a partir de dicotomías absurdas como universalismo/ localismo solo se explica por la mediocre recepción de sus textos, especialmente la que le brindaron sus contemporáneos y las generaciones inmediatamente posteriores, quienes, voluntariamente o no, mantuvieron vigente durante décadas la cultura de la simulación encarnada en la obra de poetas postizos como Guillermo Valencia; una estética de caspa y formol, afín a la larga noche de la Hegemonía Conservadora que gobernó al país a punta de crucifijo hasta 1930.

En ese contexto asfixiante las élites culturales, serviles al poder de la Iglesia, tuvieron la astucia de no rechazar abiertamente a Carrasquilla, propinándole un castigo aún peor que la descalificación: aceptarlo condescendientemente como un “maestro” del paisajismo regional y un humorista, leerlo como una curiosidad local que, en todo caso, resultaba útil para exaltar la bondad natural del pueblo sometido, su infinita piedad cristiana y su disposición congénita a la servidumbre.

Podría decirse, sin exagerar, que nadie estuvo cerca de apreciar en toda su dimensión lo que hacía Carrasquilla. Todavía hoy en las facultades se siguen repitiendo los mismos clichés, las mismas frases de Perogrullo, pasando por alto que esta obra, por su honda vinculación con la cultura del carnaval, está más cerca de Gogol, de Jaroslav Hašek o de Andrei Biely que de cualquier costumbrismo americano o incluso del realismo español del 98.

Por último, cabe decir que en la literatura contemporánea de Colombia, salvo los casos raros y aislados de Tomás González y Alfredo Molano, prácticamente no existen autores que se hayan dedicado seriamente a reinstaurar o repensar los vínculos entre literatura y cultura popular, esa cosa tan difícil de definir pero que, a pesar de todo, sigue allí, bajo la forma de experiencias colectivas, materiales y corporales que celebran sin cesar el triunfo de la vida sobre la muerte y constituyen, aún hoy, uno de los principales focos de resistencia contra los poderes que desangran al país.

La deuda sigue sin saldarse y Carrasquilla nos lo recuerda todos los días en su jerigonza casi incomprensible.



[1] GUTIÉRREZ GIRARDOT, Rafael, “Un caso complejo”, en Ideas y Valores, 30-31, Bogotá, 1968.

[2] En este sentido la Colombia que describe Carrasquilla, una nación poco menos que medieval atravesada violentamente por la modernidad, tiene similitudes innegables con la cultura española del cambio de siglo: “La presencia de la cursilería, no sólo en las clases medias españolas sino también en la cultura nacional, desde mediados del siglo XIX en adelante, insinúa dos cuestiones aparentemente contradictorias. Primero, que España parecía a los forasteros contemporáneos (y a muchos nacionales como Larra y Clarín) retrógrada, y por lo tanto diferente y cursi. Y segundo, que la cultura española y en especial las clases medias eran percibidas como cursis precisamente por no ser diferentes, esto es, por imitar el comportamiento y las ideas de otras culturas nacionales, especialmente la inglesa y la francesa.” VALIS, Noël, La cultura de la cursilería. Mal gusto, clase y kitsch en la España moderna. Antonio Machado Libros, 2010.

[3] GUTIÉRREZ GIRARDOT, Rafael, “Cómo leer a Tomás Carrasquilla”, publicado en el suplemento Lecturas Dominicales del diario El Tiempo, Bogotá, 31 de julio de 1960.

[4] Ver “Autobiografía”, en este mismo volumen.

[5] BAJTIN, Mijail, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, Madrid, Alianza Editorial, 1987, pg. 24.

[6] En la cultura popular andina, quizás como resultado del incesante juego de inversiones propio del carnaval europeo o de la concepción indígena del disenso como principio fundamental, el elemento del crecimiento muchas veces aparece como su opuesto, es decir, como la miniaturización. No es de extrañar por tanto que, en el cuento, Peralta le pida a Jesús volverse muy pequeño.

[7] BAJTIN, Mijail, Op.cit.

martes, 3 de enero de 2012

An inside job

Una reseña sobre Papi, de Rita Indiana (Periférica, 2011), publicada en Quimera # 337

Breve introducción autobiográfica: tenía nueve años a finales de los 80 y vivía con mi familia en un conjunto residencial de casitas para aspirantes a nuevos ricos en una ciudad del trópico ‒el lector añadirá los clichés de su preferencia‒. Al calor de la guerra entre los carteles de la droga, como flotando en esa atmósfera transparente de sangre evaporada, bailaban a nuestro alrededor los objetos codiciados: Nike, Super Mario Bros, OP, MTV, Michael Jordan, Milky Way, infinitas gorras de baseball, ejércitos multicolores de froot loops dirigidos por Captain Crunch, atronadores equipos de sonido que colmaban la cuadra entera con su fidelidad humillante, en fin, una vomitona constante de cacharros con olor a nuevo que las televisiones con sus 250 canales gringos inyectaban día y noche en nuestras almas calenturientas. Los niños nos reuníamos en la piscina del conjunto para presumir de los juguetes que, jurábamos, nos traerían nuestros padres de su próximo viaje a Miami y en eso se nos iban las horas; algunos incluso recitaban de memoria las marcas del catálogo de Macy’s que la tía Soraya mandaba por correo (por supuesto, nadie contaba que la tía Soraya se ganaba la vida cambiándole los pañales a un viejito del East Village).
De todo esto me acordaba mientras leía Papi, de la dominicana Rita Indiana (Santo Domingo, 1977), una novela a la que le sobran méritos para entrar al Olimpo sabroso del grotesco caribeño, al lado de obras memorables como El Palacio de las Blanquísimas Mofetas, de Reinaldo Arenas o La guaracha del Macho Camacho, del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez, que se deja sentir como uno de los Orishás tutelares en este libro. Lo justo, sin embargo, sería ampliar el círculo al resto de América Latina para incluir a Andrés Caicedo, Manuel Puig, Luis Britto García o Copi, autores con los que Papi comparte procedimientos, técnicas y sensibilidades. Consecuentemente y lejos de lo que pudiera parecer a primera vista, el tratamiento de la materia popular va mucho más allá del turismo nerd y marisabidillo del afterpop español de los últimos lustros ‒que en sus mejores momentos fue apenas una estrategia narcisista de lectura basada en el entrecomillado, además de un síntoma de la ideología del fin de las ideologías, cultura pop sin pueblo, después de la muerte del pueblo, eliminada la chusma molesta que alguna vez produjo esa cultura, basura debidamente esterilizada como cultura de la ruina para una élite de sampleadores; hablando en plata, arribismo y desclasamiento‒.
Todo lo contrario ocurre en Papi, donde el deslenguaje, con ese flow velocísimo que Rita le mete a la prosa hasta hacerla prácticamente bailable, opera desde el interior de la cultura pop, con participación entusiasta de toda la chusma, untándose la mano, y no desde la exterioridad del turista ávido de acumular capital cultural enseñándonos los slides de su viaje. Freddy Krueger, Jason, Michael Knight, Jem, los zombies, todo está ahí, pero centrifugado en la voz de la niña narradora que aguarda la llegada de Papi. Ese Papi que, de tanto hacerse esperar, adquiere proporciones verdaderamente míticas y, como han apuntado varios críticos, queda emparentado con el arquetipo del patriarca de algunas novelas clásicas del continente. Esa voz poderosa, melódica y versátil, pone en marcha una especie de fenomenología des-subjetivada de la experiencia del consumo en una sociedad marcada por la bonanza narco de finales de los 80s y principios de los 90s, en plena efervescencia de las políticas desreguladoras del neoliberalismo más cutre que se aplicaron en la región (de nuevo, la ideología del fin de las ideologías). Así, en su pantagruélico apetito por la enumeración de las propiedades y poderes mágicos de Papi, la voz de esta niña se revela como la viva imagen de una máquina deseante colectiva cuyo funcionamiento nos ha sido dado apreciar muy de cerca. Vale la pena subirse a la máquina, créanme. Y el que no aguante el meneo que se lo haga mirar.