lunes, 20 de diciembre de 2010

Apuntes sobre literatura y política

En una breve nota publicada hace unos meses en El Cultural Marta Sanz escribía: “Si toda literatura es política, ¿significa que ninguna lo es?”. La pregunta venía al hilo de una discusión que tuvo lugar durante una de las mesas del último Congreso de Jóvenes Narradores Iberoamericanos, en la que se habló precisamente de las nuevas relaciones entre literatura y política. Una vez descartada la posibilidad de regresar a los grandes relatos ideológicos o a la novela de tesis, en esa discusión se formuló la idea de que la literatura sólo puede incidir políticamente si logra garantizarse unas condiciones de ilegibilidad, esto es, una posición en el interior del lenguaje que logre desactivar o, al menos, hacerse irreductible desde los discursos jerárquicos con los que se fabrican el sentido común y la normalidad. Por ejemplo, si un texto se vuelve dócil y, como tal, fácilmente asimilable desde la psicología o la sociología, ese texto no tiene ninguna relevancia política. Y al revés, si un texto es capaz de jugar con la retórica de la psicología o la sociología para llevar el lenguaje a un punto de fuga, por disparatado que sea, ese texto tiene buenas posibilidades de resultar políticamente relevante. A pesar de ello Marta decía haberse quedado con “un vacío en el estómago” ante la imposibilidad de distinguir la literatura política de aquella que no lo es. He estado dándole vueltas a las preguntas de Marta y, a riesgo de invocar el fantasma de las viejas disputas entre literatura comprometida y literatura de señoritos, me han entrado ganas de aportar algunas inquietudes sobre el asunto.
En primer lugar, la idea de la ilegibilidad de la que antes hablaba no implica que la relevancia política se contagie a toda la literatura, pues, si bien todo está politizado, sujeto a un ejercicio de lectura a través del cual es posible rastrear cómo y en qué medida cada texto hace resonar las ideologías de las sociedades en las que se inserta, esto no quiere decir que, por poner un ejemplo, Lucía Etxeberría sea capaz de generar un virus dentro de los discursos jerárquicos, por más que su última novela tenga por título una cita de Debord y hable de un cantante punk. A lo sumo quiere decir que cierta versión light del Situacionismo amenaza con imponerse en la cultura de masas. En este punto cabe hacer una distinción irresponsable, como todo en este texto, entre literatura que habla de temas políticos, literatura que introduce credos ideológicos en una ficción y literatura a secas. ¿A cuál de estas opciones nos referimos cuando decimos que una novela es política? De las tres opciones, la que más a menudo recibe la etiqueta es la segunda. Ahora bien, pese a sus bienintencionados deseos de fomentar la resistencia y denunciar nuestros malestares contemporáneos, este tipo de literatura persevera en un viejo error instalado en el corazón del pensamiento crítico: creer que se ha dado con el diagnóstico adecuado de la situación social y pretender que los adormecidos ciudadanos se despierten ante la representación del problema. Sobra decir que esa postura, deudora del platonismo más autoritario, ya genera al menos una nueva jerarquía (los que saben cómo nos engañan y los que todavía no lo saben y por tanto deberían adquirir cuanto antes la novela en su librería de confianza). Con esto no estoy rechazando la necesidad ni la pertinencia del diagnóstico, sino recalcando la insuficiencia y la arrogancia de su puesta en escena dentro de una obra de arte. Quizás sería más provechoso no conformarse con haber hallado un diagnóstico. Quizás lo más político y lo más artístico sería seguir adelante, incluso hasta el punto de que el diagnóstico se hunda como una de las tantas voces que circulan dentro del texto, empujándolo hacia su propio extrañamiento para que revele las marcas de sus condiciones de producción. Al fin y al cabo el diagnóstico no es exterior al objeto que éste pretende describir. Si el diagnóstico prevalece sobre el resto de los elementos se convertirá en una especie de tirano articulador del sentido. En cambio, si el sentido se pone a girar alrededor de una multiplicidad de vórtices dispersos, las relaciones entre la escritura y su contexto social tienden a enriquecerse. Y cobran, por lo tanto, mayor relevancia política. En cualquier caso, esto no comporta en absoluto una renuncia a la acción ni le resta a la literatura su capacidad de incidir en la vida cotidiana. Tampoco implica una reducción de lo real a “sus lenguajes” o un intento de refugiarse en el gran hotel abismo. La literatura elige lo estético como campo de acción, entre otras tantas razones, porque es allí donde se generan las formas de la sensibilidad que posteriormente se transforman en ideología. No obstante, para llegar a ese campo es preciso jugar con las formas ya existentes y reconocibles, presentes en todos los discursos del sentido común. “Para interrumpir la «verosimilitud» entre la escena y la sociedad, primero hay que postularla”, escribe Eagleton en un texto sobre Brecht. Sólo mediante ese paso es posible llevar a cabo la transformación de la sensibilidad, ya que, “sin un elemento de presencia y reconocimiento, la ausencia del efecto de distanciamiento resultaría improductivamente vacía en lugar de productivamente vacía”. De ahí que la literatura no pueda ser simplemente “fantástica” ni un pasatiempo banal, aunque en ella ocurran eventos extraordinarios o haya una construcción ingeniosa en juego. Su capacidad de incorporarse a lo real mediante el extrañamiento de las convenciones suprime esa posibilidad. Eso es lo que sucede en los libros de Aira, Chejfec, Bellatin o Rey Rosa.
Quizás el afán de encontrar una literatura política identificable vaya en contra de los intereses, no solo de la política, sino también de la literatura. Asimismo, dudo mucho que una literatura a la que se le pueda adjudicar fácilmente el mote de “política”, una literatura idéntica a sí misma, encantada de conocerse, sea relevante políticamente.
El problema del planteamiento “politizante” consistiría, por un lado, en una sobrevaloración de las intenciones en la creación de la obra de arte, y por otro, en una incapacidad de, una vez exploradas esas intenciones, entregarse al placer de lo gratuito, al azar que propicia la liberación de energías culturales y sociales. La liberación está en aprender a gozar. No en desdeñar el goce como un entretenimiento frívolo y alienado. Y es esta falta de goce lo que, en mi opinión, les resta interés a libros muy buenos como El vano ayer, de Isaac Rosa o Lo real, de Belén Gopegui. Ningún elemento de la ficción puede ir por su cuenta y hacer algo inesperado, algo raro o por lo menos absurdo sin que el diagnóstico (muy lúcido en ambos casos) lo intente impedir como un policía. Si en unos años estos libros se convierten en clásicos será porque, más allá de sus intenciones, habrán prevalecido sus errores felices, sus detalles inesperados, sus monstruosidades involuntarias, esos lugares donde la escritura se mueve como un sonámbulo, siguiendo una música menos estruendosa que el clamor urgente de la actualidad.

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