jueves, 1 de diciembre de 2011

El idioma secreto. Antonio di Benedetto.

(Texto publicado en Quimera, octubre de 2011)


En una entrevista de 1985 con Jorge Halperin, publicada en Clarín poco antes de la muerte de di Benedetto, encuentro un detalle esclarecedor para comprender algunos aspectos de su obra. Halperin le pregunta al autor si es cierto que “en su despacho de director del diario Los Andes tenía una botella de alcohol para lavarse las manos después de saludar a quienes venían a verlo”. La respuesta de di Benedetto es escalofriante: “Es que las manos son una parte especial del ser humano, pero lo que uno toca y hace con ellas no siempre es bello. Los crímenes que se cometen con las manos, lo que se ensucia con ellas. Y... aunque no lo haga con las manos, su piel se contamina a tal extremo que la representación más descarnada es la de las manos. Es por donde recibe a la gente, o sea por la mirada y por las manos”. La anécdota aporta pistas para la lectura de El silenciero, una obra esquiva que relata las angustias cotidianas de un hombre que desea ponerse a salvo del ruido y cuya cruzada contra la contaminación acústica se va haciendo cada vez más absurda, hasta el punto de resultar misteriosa.

El libro tiene una estructura episódica y repetitiva. Una y otra vez el narrador es asediado por un ruido cercano (un taller mecánico, una radio), ensaya una defensa, se enfrasca en la lucha, busca aliados y finalmente es derrotado. En algunos episodios logra una victoria parcial y transitoria. Inicialmente se entrevé que para el narrador la lucha contra el ruido se puede asumir como la prolongación de otra lucha mayor contra la vulgaridad. Vulgaridad del trabajo mecánico, del ocio alienado, en guerra contra la paz del espíritu.

Sin embargo, en el curso de la morosa y reiterativa disputa, aquel ruido de origen vulgar va mostrando una naturaleza ajena precisamente al trasiego del mundanal ruido. Se vuelve otra cosa. “Un ruido metafísico”, como dice Besarión, compañero intermitente en el declive. El ruido se carga de algo extraño, magnético, se convierte en un elemento vagamente arcano alrededor del cual empiezan a surgir preguntas: ¿qué es exactamente lo que perturba al narrador? ¿Por qué es selectivo con los ruidos? ¿Por qué unos sí le molestan y otros no? ¿Por qué no huye al campo? ¿Por qué arrastra a los demás a depender de su manía, aunque no la compartan? El relato no responde nunca las preguntas y se limita a avanzar, sonámbulo y opaco. Sería algo comparable a que la saga de Superman estuviera dedicada exclusivamente a describir en detalle las relaciones del héroe con la criptonita.

Lo cierto es que para el narrador el ruido no es solo materia sujeta a la normatividad y al civismo, sino una cuestión moral, una determinada suciedad que solo el narrador, como le ocurría a di Benedetto con las manos de quienes lo visitaban en su despacho, es capaz de percibir. Algo que debe ser eliminado, lavado y desinfectado en una rutina absurda con visos de ceremonia ritual de purificación que, por inoperante, solo conduce a la autodestrucción. Como dice di Benedetto en esa misma entrevista: “lo común es que el hombre se esté clavando las uñas para no clavárselas a los demás, no porque no quiera sino porque no se lo permite. En vez de destrozar al otro con la mano abierta, cierra el puño anímicamente, simbólicamente.”

De esa mano que reprime la exteriorización de una violencia en un gesto autodestructivo y de apariencia serena parece surgir el lenguaje con el que están escritos los libros de di Benedetto. Las frases cortas empuñan el idioma y así, cerradas sobre sí mismas en una engañosa asertividad, se niegan a explicar nada y todas parecen guardar un secreto. Las frases encarnan esa tensión inconfesable del mismo modo que la mano es para el autor la “síntesis de la capacidad corporal”. Una mano y unas uñas con las que a duras penas logramos aferrarnos a nuestra humanidad, al clavo ardiente de la voz articulada, pues el hombre “también usa los pies, sobre todo cuando está descontrolado. Cuando puede, guarda las formas y usa la palabra o las manos. Pero cuando está descontrolado, se vuelve animal de cuatro patas y da la patada.” No es aventurado decir que el estilo de di Benedetto es también un estado de ánimo, la espera, como se ha dicho tantas veces, pero también la perplejidad y la ironía de quien se sabe objeto de fuerzas incontrolables. Todo ello enmarcado en un pesimismo que se fue acentuando a lo largo de la vida del autor, especialmente tras su experiencia en una cárcel de la dictadura argentina entre 1976 y 1977 ‒no olvidemos que durante su cautiverio, además del arresto sin cargos, el aislamiento y la tortura, sufrió cuatro simulacros de fusilamiento‒.

Hay un episodio de Zama que, aparentemente aislado, funciona en realidad como una fábula o una cifra de la obra de di Benedetto. Zama se ha unido a una expedición militar para dar caza al rebelde Vicuña Porto y con ello la novela ha dejado abruptamente de ser un drama existencial sobre la espera para convertirse en un western ambientado en las planicies del Chaco. La expedición avanza por la llanura y se topa con una horda de indios ciegos, víctimas del ataque de una tribu enemiga que los ha cegado con cuchillos al rojo vivo. Estos ciegos, se entera Zama por boca de un informante, habían descubierto que eran más felices prescindiendo de la vista, ya que “cada cual podía estar solo consigo mismo. No existían la vergüenza, la censura y la inculpación; no fueron necesarios los castigos (…) Pero cuando los hijos tuvieron cierta edad, los ciegos comprendieron que los hijos podían ver. Entonces fueron penetrados por el desasosiego. No conseguían estar en sí mismos. Abandonaron los ranchos y se echaron a los bosques, a las praderas, a las montañas… Algo los perseguía o los empujaba. Era la mirada de los niños, que iba con ellos, y por eso no conseguían detenerse en ningún sitio.” Es curioso cómo las criaturas de di Benedetto parecen creer que la libertad solo se gana mediante una u otra forma de privación, como si la única manera de estar con los demás fuera prescindiendo parcialmente de ellos o de uno mismo, algo que también se puede trasladar a su prosa, donde la contención es la vía de apertura y experimentación en el interior del lenguaje, una experimentación sutil con las limitaciones, justamente, y que hace posibles los desplazamientos semánticos, la ambigüedad de las acciones y las cadencias rítmicas de la sintaxis. Parece obvio que en esta historia de los indios ciegos la visión de los hijos cumple la función de asedio que cumple el ruido en El silenciero. El mismo asedio del que huyen las víctimas de la última novela de la trilogía, Los suicidas. Lastrada hasta cierto punto por el discurso existencialista de la época y contada con un tono y una estructura que recuerda a las primeras películas de Goddard, la novela gira en torno a las investigaciones de un periodista a quien le encargan una serie de notas sobre las posibles causas del suicidio. La investigación, como la vida misma, no conduce a nada. Solo queda la extraña mueca de horror y placer con que aparecen los cadáveres.

Pero como dice el narrador de Los suicidas, “la vida es tenaz”. Y aunque sus personajes se muevan a ciegas, dando tumbos entre la incomprensión y el malentendido, balbuceando el idioma secreto de los derrotados, lo cierto es que persisten. Siguen adelante. Continúan hablando como hace Diego de Zama, cuyo ascenso en el escalafón burocrático de la colonia española se posterga hasta el vacío y la degradación moral. Y es esa persistencia en medio del absurdo, esa voz que surge transparente desde los márgenes de la distribución geopolítica del sentido, es esa voz adiestrada en la obediencia a unos valores que constituyen a la vez la causa de la ruina de todo un continente, la que se interroga por su propia naturaleza, la que nos interpela a todos, más allá del lugar que creamos ocupar dentro de esa distribución.

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