martes, 11 de octubre de 2011

El inquilino, de Polanski


Un hombrecito gris y tímido busca desesperadamente un apartamento en París. Una tarde encuentra un sitio que se ajusta a sus posibilidades pero, según le informa con desparpajo la portera del edificio, no podrá alquilarlo hasta que se confirme la muerte de la antigua inquilina, una mujer perturbada que ha intentado suicidarse arrojándose por la ventana de esa misma casa. El hombrecito visita a la enferma para evaluar sus posibilidades de conseguir el apartamento. Ella está enyesada de pies a cabeza en una cama de hospital, tiene la boca abierta, le falta un diente. El encuentro es cómico y horrible a la vez. La mujer pega un alarido atroz.

Pocos días después recibe la buena noticia: la mujer ha muerto, así que podrá negociar el alquiler. Se muda de inmediato, acomoda sus escasas pertenencias, pero no se deshace de las cosas de la difunta. El armario está lleno de vestidos, los muebles son los mismos. Tampoco tarda en descubrir que sus vecinos son personas hostiles y egoístas que le hacen la vida imposible, exigiéndole constantemente que cumpla con unas normas de convivencia absurdas, tachándolo de ruidoso y molesto. El hombrecito está muy solo en el mundo y ese acoso no le sienta muy bien que digamos. Sus compañeros de trabajo tampoco ayudan demasiado, se burlan de él, abusan de su buena voluntad, de su incapacidad para decir no.

Una tarde, mientras intenta cambiar de sitio los muebles, descubre un agujero detrás del armario. Dentro del agujero hay un algodón ensangrentado. Dentro del algodón ensangrentado hay un diente.

Días después recibe la visita inesperada de un tipo feo y triste que viene a preguntar por la antigua inquilina. El hombrecito le da las malas noticias y el tipo feo se pone a llorar. Tras haber amado en silencio a la mujer durante años por fin había reunido fuerzas para declararse, dice. El hombrecito lo consuela e incluso lo lleva a dar una vuelta, le paga unas copas.

La vida de la antigua inquilina y el acoso de los vecinos cobran una presencia cada vez más fuerte en el espacio del hombrecito. La locura no se hace esperar. El hombrecito asume el lugar de la inquilina. Se pone su ropa. Se compra una peluca y unos zapatos a juego con los vestidos. El espacio doméstico se revela como un organismo vivo y mutante que deglute los cuerpos. Un sarcófago en el sentido más literal de la palabra. El acoso de los vecinos adopta la forma de un tribunal de linchamiento bufo que emitirá una condena sencilla, inapelable: el hombrecito deberá repetir la historia de la inquilina y acabará arrojándose por la ventana, travestido como la vieja inquilina.

Lo más llamativo de la película es que permite ver que la locura no es el resultado de una simple disfunción subjetiva o de un fallo en el desarrollo de la personalidad del individuo. Al contrario, a lo que asistimos es a un ejemplo de construcción social del loco. Incapaz de comulgar del todo con un entorno donde prima la satisfacción egoísta de los intereses individuales, donde la gente ha perdido cualquier asomo de solidaridad, donde las comunidades han perecido bajo el rodillo de la estética de la competencia y la desconfianza como motores de un éxito monstruoso, el hombrecito se retira voluntariamente de la lucha por la supervivencia de los más aptos y queda abierto para recibir las fuerzas traumáticas de sus vecinos, unas fuerzas que se eliminan del cuerpo social en tanto residuos tóxicos del sistema de producción del capital simbólico y que a la larga determinan la configuración del enfermo mental como otredad. En otras palabras, la locura no es, como quisiera cierta psiquiatría, un asunto de cables y químicos corporales; tampoco se trataría de una incapacidad innata o adquirida de las personas para socializar debidamente, como quisieran los psicólogos de la conducta más recalcitrantes. Sería más bien un proceso colectivo de producción del comportamiento a imagen y semejanza del sistema de producción del capital, con su división del trabajo a la manera de un reparto de roles, donde el loco ocuparía su lugar junto a otros colectivos marginados que no pueden disfrutar de los aparentes beneficios de la buena conducta.

Asimismo, es cuando menos curioso que la apertura del hombrecito de Polanski produzca a la vez una extrema fragilidad y una predisposición a la solidaridad. De hecho, podría decirse que su enfermedad teatraliza una necesidad radical de ponerse en el lugar del otro como un fin en sí mismo. Y esa gratuidad absoluta sería también una economía, en el sentido estricto de norma doméstica. En últimas, el hombrecito de Polanski ejercería una forma de rebeldía ilegible para los que prefieren seguir ocupándose exclusivamente de sus asuntos, los laboriosos detentadores de la normalidad.

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