(texto publicado en Quimera # 327)
Dentro de la mitología norteamericana, quizás valdría la pena llamar la atención sobre la figura del vagabundo como contraparte del cowboy, ese emblema romántico de libertad y horizontes abiertos en el modelo colonial de civilización. El vagabundo, a diferencia del cowboy, carece de toda ética protestante del trabajo. El vagabundo no anhela extender su territorio, poseer muchas cabezas de ganado, fundar una estirpe, y desde luego no tiene nada que ver con la gran entelequia del hombre blanco, el guardián de la frontera contra los oscuros poderes del Otro, el negro, el indio, el mexicano, el chino. Para el vagabundo la épica es una mohosa y vieja película muda con cientos de extras en ridículos disfraces y primeros planos de los protagonistas. El kitsch de la masa y la voluntad del individuo. Un proyecto nefasto que apenas merece cierta simpatía amarga, cierta conmiseración. El vagabundo es, en su negación de la racionalidad instrumental que guía los pasos de la Conquista del Oeste, un agente político al servicio de la experimentación social.
Este libro, el primero publicado por Brautigan en 1964, se nutre de una extensa tradición norteamericana que se remonta al viejo Mark Twain y, por supuesto, a Whitman, o lo que es igual, a una lectura rabiosa, febril y desmesurada de los ideales promulgados por los Padres Fundadores acerca de la libertad y los derechos civiles.
El general confederado al que se alude en el título es una figura cargada de referencias culturales e históricas: alusión humorística a las genealogías patriarcales, estampa tragicómica de las causas perdidas, espectro jocoso que surge del olvido para burlarse de la lógica de la guerra, ficticio representante de un territorio todavía salvaje a un costado de la soleada California. Es, en últimas, el santo patrono de los dos vagabundos que protagonizan el libro. Dos tipos que no están dispuestos a convertirse en fuerza de trabajo bajo ninguna circunstancia, pues, como diría el bueno de Thoreau, “los hombres trabajan bajo la influencia de un error”. Y ese es un error que Lee Mellon y Jesse tratarán de enmendar refugiándose en una maltrecha cabaña en medio del extraño bosque de Big Sur, junto a un estanque lleno de ranas, a tres pasos del Océano Pacífico. ¿Y qué hacen? Absolutamente nada relevante ni productivo para la nación. Piensan. Cazan lo que pueden. Aguantan hambre. Reciben visitas inesperadas. Pero sobre todo, juegan. Juegan a revolver citas, referencias históricas, juegan a llevar las acciones hacia un vacío lógico donde la satisfacción de una necesidad básica –comer, fumar, follar− se transforma en una pequeña aventura filosófica sobre las posibilidades éticas y estéticas del absurdo. Ciertamente Thoreau resuena en todo el libro de Brautigan, pero por su tratamiento radical de la ironía, por las libertades formales del texto que facilitan la supresión de cualquier señal de gravedad, esta novela está fuertemente emparentada con los personajes bufos de Shakespeare, con el ingenio leve de Sterne y Swift.
A pesar de que se trata de un texto muy anclado a una época determinada, en medio del clima de agitación política y social generado desde diversos puntos álgidos como la cercana Berkeley, a pesar de los guiños un poco gastados a la sensibilidad del hipismo y la contracultura –elementos hace ya mucho procesados en el molino del capital−, el libro sigue siendo fresco, muy sugerente y extrañamente magnetizado por la poesía que Brautigan deja caer como involuntariamente: la risa de una mujer es una puerta que se abre a otra puerta que se abre a otra puerta que se abre; para acallar el insoportable clamor de las ranas del estanque es preciso introducir dos pequeños caimanes que se comportan como gatitos; la noche cae tomando la luz de prestado, primero pidiendo unos pocos centavos de luz y luego miles de dólares en luz, de modo que “la luz pronto se disiparía, el banco cerraría, los cajeros se quedarían sin empleo y el presidente del banco se suicidaría”. Sin duda es de agradecer que la editorial Blackie Books se haya animado a reeditar con tanto esmero la obra de este singularísimo autor.
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