miércoles, 11 de abril de 2012

Breve aproximación al Sistema Carrasquilla

Este texto prologa una antología de cuentos de Tomás Carrasquilla publicada por el Máster de Edición de la Universidad Autónoma de Madrid.

Dada la relativa clandestinidad propiciada por su condición de clásico regional, se hace necesario hoy, de nuevo, volver a delimitar el lugar singular que ocupa la obra de Tomás Carrasquilla en la literatura de nuestra lengua. Mil veces menospreciado, mal leído a conveniencia de quienes preferían reducirlo a un inofensivo costumbrista o realista de tres al cuarto, una especie de Galdós aclimatado al terruño paisa, el viejo Carrasquilla se las ha arreglado para seguir hablando con nosotros, más de un siglo después. Se trata, no cabe duda, de uno de esos casos en los que los prejuicios geopolíticos (en especial ese que estipula un interés puramente local para la literatura escrita más allá de ciertos ejes o meridianos), sumados a las altísimas exigencias rítmicas y léxicas de su lenguaje, han supuesto para este autor la incomprensión y su lenta consolidación como venerable antigualla nacional. Y sin embargo, tengo la impresión de que se lo reedita, no solo por pura costumbre, valga la ambigüedad, sino porque sus palabras siguen resonando en nosotros como una especie de cifra o de deuda no saldada.

Y esa deuda tiene que ver, por supuesto, con la idea de hacerle justicia al propio Carrasquilla. Pero también alude a la necesidad, siempre vigente en el juego de relaciones sociales impuestas por el capitalismo, de restablecer los circuitos que conectan la cultura popular con las instituciones burguesas del arte, o mejor, la posibilidad de poner éstas últimas al servicio de la primera con una voluntad clara de superar eso que Rafael Gutiérrez Girardot describía como una “cultura de la simulación”[1] y que Carrasquilla sabe captar con maestría en sus novelas y cuentos: la cultura de las almas muertas sometidas al caprichoso ventarrón de bonanzas y crisis económicas, la cultura –tan española, por cierto– de los falsos valores y la cursilería entendida como fracaso cómico de la solemnidad[2], la cultura del arribismo y la afectación estética. Carrasquilla da cuenta de esa coyuntura social y política y lo hace, no desde la aplicación de un modelo, sino desde una cierta relación de inmanencia con el objeto, algo bastante excepcional en cualquier novelista de la época. Como explica el propio Gutiérrez Girardot:

Basta pensar, empero, en que la obra de los llamados “indigenistas”, el “panfletarismo” de un Icaza, por ejemplo, la novela de la revolución mexicana, las obras de un Ciro Alegría, tienen mucho de periodismo (los primeros), o menor calidad literaria (Alegría) que Carrasquilla, y de todos modos, no están situados con independencia ante los estímulos ideológicos y ante los modelos literarios de que se sirven. No es éste el caso de Carrasquilla. Y si para dar el juicio de le compara con Mallea o Agustín Yáñez, sería preciso concluir en que los dos también están sujetos muy fuertemente a los modelos de que se sirven. Carrasquilla desarrolló, se sirvió, claro, de principios; y la independencia grande ante los modelos de sus lecturas se puede ver en el hecho de que tiene partes en los que aún no ha encontrado la forma adecuada a SU concepción, lo mismo que en cada novelista europeo, un Dickens, para citar un ejemplo. No sucede esto en los arriba mencionados: en ellos se advierte tras su obra un modelo, una ley externa a la obra, y cuando hay partes débiles, se debe a una falla igualmente externa o un defecto del modelo[3].

En efecto, en algunos de sus relatos, especialmente en los dos ambientados en Bogotá, “La mata” y “El rifle”, la expresión, siempre rica, parece no haber encontrado aún la forma. Pero ello se debe precisamente a que en Carrasquilla las estructuras surgen como un movimiento natural de la materia narrativa y nunca como una imposición externa. Y es que, como el propio autor admite, “tampoco es Bogotá para conocerse a las primeras de cambio; es ciudad muy complicada, que necesita largo estudio. Y yo, ni he vivido en ella ni puedo escribir por referencias: necesito la documentación personal.”[4] En otras palabras, para Carrasquilla no se trata simplemente de recurrir al pueblo en busca de “caracteres”, “tipos”, “ambientes” o “temas”. Su profundo conocimiento de la cultura popular antioqueña y especialmente de su tradición oral, redunda en la creación de todo un sistema de construcción formal que le permite superponer la descripción histórico-crítica con el espacio de los imaginarios y las supervivencias culturales. La obra de Carrasquilla, por tanto, se deja leer mucho mejor desde aquello que Mijail Bajtín entendía por realismo grotesco, esto es, la literatura que bebe de las fuentes de la cultura de la risa que floreciera durante la Edad Media y el Renacimiento en Europa y que, por sorprendente que pueda parecer, permaneció viva y se reformuló en América Latina desde tiempos coloniales, como se puede confirmar gracias al maestro antioqueño. Dice Bajtin:

En el realismo grotesco (es decir en el sistema de imágenes de la cultura cómica popular) el principio material y corporal aparece bajo la forma universal de fiesta utópica. Lo cósmico, lo social y lo corporal están ligados indisolublemente en una totalidad viviente e indivisible. Es un conjunto alegre y bienhechor[5].

Ese espacio donde los distintos estratos de la vida, “lo cósmico, lo social y lo corporal”, se entreveran y forman una unidad indivisible es lo que Carrasquilla consigue hacer resurgir en sus textos. “En la diestra de Dios Padre”, una verdadera obra maestra, es un buen ejemplo de esa fiesta utópica gobernada por el principio material y corporal. Siguiendo una tradición que se remonta al menos hasta la Edad Media, el cuento adopta la forma paródica de una hagiografía para relatar con voces montañeras las aventuras de Peralta, una especie de beato que alcanza la santidad por medios más que disparatados (otro emblema medieval popular: la gloria celestial que se consigue gracias a la picardía y el goce risueño, nunca mediante la privación o la templanza). En la trama intervienen personajes como Jesús, San Pedro, La Muerte o el Demonio, en una sucesión prodigiosa de escenas delirantes marcadas por los elementos que, según Bajtín, constituyen “el centro capital de estas imágenes de la vida corporal y material”, a saber: “la fertilidad, el crecimiento y la superabundancia”[6]. Así, cuando Jesús y San Pedro, disfrazados de peregrinos, le piden posada al siempre caritativo Peralta, la despensa aparece milagrosamente llena “de cuanto Dios crió pa que coman sus criaturas”, toda una cornucopia grotesca:

“tasajos de solomo y de falda, el tocino y la empella (…), costillas de vaca y de cuchino; las longanizas y los chorizos se gulunguiaban y se enroscaban que ni culebras; en la escusa había por docenas los quesitos, y las bolas de mantequilla, y las tutumadas de cacao molido con jamaica, y las hojaldras y las carisecas; los zurrones estaban rebosaos de frijol cargamanto, de papas, y de revuelto de una y otra laya; cocos de güevos había por toítas partes; en un rincón había un cerro de capachos de sal de Guaca; y por allá, junto al granero, había sobre una horqueta un bongo de arepas de arroz, tan blancas, tan esponjadas y tan bien asaditas, que no parecían hechas de mano de cocinera de este mundo; y muy sí señor un tercio de dulce que parecía la mismita azúcar.”

Otro tanto ocurre con las imágenes alegóricas que aparecen al final de “El ánima sola”, donde la solemne ironía de la parábola culmina en una fuga transitoria hacia un mundo utópico de coloridas hipérboles (mundo que para el caso está solo en la mente de Dios, a la que tiene acceso el pecador penitente que protagoniza la historia instantes antes de morir).

Cabe destacar que Carrasquilla se vale siempre del estilo libre indirecto, esa rara forma de la tercera persona o del narrador omnisciente que se deja deformar desde dentro por las voces de los personajes, por las ideas o sensibilidades que se tocan o se describen. En manos de Carrasquilla el estilo libre indirecto deja de ser el refugio de la subjetividad irónica y se convierte en una auténtica máquina carnavalesca, de modo que el Yo soberano, ese ente psicológico axiomático, el diocesillo mezquino que determina las acciones y el reparto de roles, naufraga en una polifonía llena de disonancias y ruidos. Lo que hay, en última instancia, es una voz popular. Una voz donde hablan todos, para todos, pues el “portador del principio material y corporal no es aquí el ser biológico aislado ni el egoísta individuo burgués, sino el pueblo, un pueblo que en su evolución crece y se renueva constantemente.”[7]Así se entiende por qué Peralta, el protagonista de “En la diestra de Dios Padre”, no pide el Cielo desde un primer momento cuando Jesús le concede cinco deseos: tal cosa solo supondría una forma de Salvación individual, egoísta, burguesa que no tiene nada que ver con los principios materiales de la cultura del grotesco. Peralta para desesperación de San Pedro, que no deja de señalarle las nubes con un dedo– pide cosas absolutamente descabelladas como no perder nunca en el juego o el poder de volverse muy pequeño. Y lo que es aún peor, todas esas artimañas le sirven para llevar la caridad hasta el extremo de su disolución en la noción más amplia de superabundancia (de todo para todos).

El hecho de que Carrasquilla siga discutiéndose a partir de dicotomías absurdas como universalismo/ localismo solo se explica por la mediocre recepción de sus textos, especialmente la que le brindaron sus contemporáneos y las generaciones inmediatamente posteriores, quienes, voluntariamente o no, mantuvieron vigente durante décadas la cultura de la simulación encarnada en la obra de poetas postizos como Guillermo Valencia; una estética de caspa y formol, afín a la larga noche de la Hegemonía Conservadora que gobernó al país a punta de crucifijo hasta 1930.

En ese contexto asfixiante las élites culturales, serviles al poder de la Iglesia, tuvieron la astucia de no rechazar abiertamente a Carrasquilla, propinándole un castigo aún peor que la descalificación: aceptarlo condescendientemente como un “maestro” del paisajismo regional y un humorista, leerlo como una curiosidad local que, en todo caso, resultaba útil para exaltar la bondad natural del pueblo sometido, su infinita piedad cristiana y su disposición congénita a la servidumbre.

Podría decirse, sin exagerar, que nadie estuvo cerca de apreciar en toda su dimensión lo que hacía Carrasquilla. Todavía hoy en las facultades se siguen repitiendo los mismos clichés, las mismas frases de Perogrullo, pasando por alto que esta obra, por su honda vinculación con la cultura del carnaval, está más cerca de Gogol, de Jaroslav Hašek o de Andrei Biely que de cualquier costumbrismo americano o incluso del realismo español del 98.

Por último, cabe decir que en la literatura contemporánea de Colombia, salvo los casos raros y aislados de Tomás González y Alfredo Molano, prácticamente no existen autores que se hayan dedicado seriamente a reinstaurar o repensar los vínculos entre literatura y cultura popular, esa cosa tan difícil de definir pero que, a pesar de todo, sigue allí, bajo la forma de experiencias colectivas, materiales y corporales que celebran sin cesar el triunfo de la vida sobre la muerte y constituyen, aún hoy, uno de los principales focos de resistencia contra los poderes que desangran al país.

La deuda sigue sin saldarse y Carrasquilla nos lo recuerda todos los días en su jerigonza casi incomprensible.



[1] GUTIÉRREZ GIRARDOT, Rafael, “Un caso complejo”, en Ideas y Valores, 30-31, Bogotá, 1968.

[2] En este sentido la Colombia que describe Carrasquilla, una nación poco menos que medieval atravesada violentamente por la modernidad, tiene similitudes innegables con la cultura española del cambio de siglo: “La presencia de la cursilería, no sólo en las clases medias españolas sino también en la cultura nacional, desde mediados del siglo XIX en adelante, insinúa dos cuestiones aparentemente contradictorias. Primero, que España parecía a los forasteros contemporáneos (y a muchos nacionales como Larra y Clarín) retrógrada, y por lo tanto diferente y cursi. Y segundo, que la cultura española y en especial las clases medias eran percibidas como cursis precisamente por no ser diferentes, esto es, por imitar el comportamiento y las ideas de otras culturas nacionales, especialmente la inglesa y la francesa.” VALIS, Noël, La cultura de la cursilería. Mal gusto, clase y kitsch en la España moderna. Antonio Machado Libros, 2010.

[3] GUTIÉRREZ GIRARDOT, Rafael, “Cómo leer a Tomás Carrasquilla”, publicado en el suplemento Lecturas Dominicales del diario El Tiempo, Bogotá, 31 de julio de 1960.

[4] Ver “Autobiografía”, en este mismo volumen.

[5] BAJTIN, Mijail, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, Madrid, Alianza Editorial, 1987, pg. 24.

[6] En la cultura popular andina, quizás como resultado del incesante juego de inversiones propio del carnaval europeo o de la concepción indígena del disenso como principio fundamental, el elemento del crecimiento muchas veces aparece como su opuesto, es decir, como la miniaturización. No es de extrañar por tanto que, en el cuento, Peralta le pida a Jesús volverse muy pequeño.

[7] BAJTIN, Mijail, Op.cit.

martes, 3 de enero de 2012

An inside job

Una reseña sobre Papi, de Rita Indiana (Periférica, 2011), publicada en Quimera # 337

Breve introducción autobiográfica: tenía nueve años a finales de los 80 y vivía con mi familia en un conjunto residencial de casitas para aspirantes a nuevos ricos en una ciudad del trópico ‒el lector añadirá los clichés de su preferencia‒. Al calor de la guerra entre los carteles de la droga, como flotando en esa atmósfera transparente de sangre evaporada, bailaban a nuestro alrededor los objetos codiciados: Nike, Super Mario Bros, OP, MTV, Michael Jordan, Milky Way, infinitas gorras de baseball, ejércitos multicolores de froot loops dirigidos por Captain Crunch, atronadores equipos de sonido que colmaban la cuadra entera con su fidelidad humillante, en fin, una vomitona constante de cacharros con olor a nuevo que las televisiones con sus 250 canales gringos inyectaban día y noche en nuestras almas calenturientas. Los niños nos reuníamos en la piscina del conjunto para presumir de los juguetes que, jurábamos, nos traerían nuestros padres de su próximo viaje a Miami y en eso se nos iban las horas; algunos incluso recitaban de memoria las marcas del catálogo de Macy’s que la tía Soraya mandaba por correo (por supuesto, nadie contaba que la tía Soraya se ganaba la vida cambiándole los pañales a un viejito del East Village).
De todo esto me acordaba mientras leía Papi, de la dominicana Rita Indiana (Santo Domingo, 1977), una novela a la que le sobran méritos para entrar al Olimpo sabroso del grotesco caribeño, al lado de obras memorables como El Palacio de las Blanquísimas Mofetas, de Reinaldo Arenas o La guaracha del Macho Camacho, del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez, que se deja sentir como uno de los Orishás tutelares en este libro. Lo justo, sin embargo, sería ampliar el círculo al resto de América Latina para incluir a Andrés Caicedo, Manuel Puig, Luis Britto García o Copi, autores con los que Papi comparte procedimientos, técnicas y sensibilidades. Consecuentemente y lejos de lo que pudiera parecer a primera vista, el tratamiento de la materia popular va mucho más allá del turismo nerd y marisabidillo del afterpop español de los últimos lustros ‒que en sus mejores momentos fue apenas una estrategia narcisista de lectura basada en el entrecomillado, además de un síntoma de la ideología del fin de las ideologías, cultura pop sin pueblo, después de la muerte del pueblo, eliminada la chusma molesta que alguna vez produjo esa cultura, basura debidamente esterilizada como cultura de la ruina para una élite de sampleadores; hablando en plata, arribismo y desclasamiento‒.
Todo lo contrario ocurre en Papi, donde el deslenguaje, con ese flow velocísimo que Rita le mete a la prosa hasta hacerla prácticamente bailable, opera desde el interior de la cultura pop, con participación entusiasta de toda la chusma, untándose la mano, y no desde la exterioridad del turista ávido de acumular capital cultural enseñándonos los slides de su viaje. Freddy Krueger, Jason, Michael Knight, Jem, los zombies, todo está ahí, pero centrifugado en la voz de la niña narradora que aguarda la llegada de Papi. Ese Papi que, de tanto hacerse esperar, adquiere proporciones verdaderamente míticas y, como han apuntado varios críticos, queda emparentado con el arquetipo del patriarca de algunas novelas clásicas del continente. Esa voz poderosa, melódica y versátil, pone en marcha una especie de fenomenología des-subjetivada de la experiencia del consumo en una sociedad marcada por la bonanza narco de finales de los 80s y principios de los 90s, en plena efervescencia de las políticas desreguladoras del neoliberalismo más cutre que se aplicaron en la región (de nuevo, la ideología del fin de las ideologías). Así, en su pantagruélico apetito por la enumeración de las propiedades y poderes mágicos de Papi, la voz de esta niña se revela como la viva imagen de una máquina deseante colectiva cuyo funcionamiento nos ha sido dado apreciar muy de cerca. Vale la pena subirse a la máquina, créanme. Y el que no aguante el meneo que se lo haga mirar.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Una cita para los anónimos

"Me gustan las discusiones y cuando me hacen preguntas intento responderlas. Es verdad que no me gusta meterme en polémicas. Si abro un libro y veo que el autor acusa al adversario de “izquierdismo infantil” lo cierro de inmediato. Esa no es mi manera de hacer las cosas; no pertenezco al mundo de las personas que proceden así. Insisto en esta diferencia como algo esencial: es toda una moralidad lo que está en juego, la moralidad que se preocupa por la búsqueda de la verdad y la relación con el otro.

En el juego serio de las preguntas y las respuestas, en el trabajo de elucidación recíproca, los derechos de cada persona son, en cierto sentido, inmanentes en la discusión. Dependen solo de la situación del diálogo. La persona que hace preguntas simplemente ejerce un derecho que le ha sido otorgado: el derecho de permanecer en la duda, de percibir una contradicción, requiriendo más información, enfatizando diferentes postulados, señalando los razonamientos inconsistentes, etc. En cuanto a la persona que responde, ésta también ejerce un derecho que no va más allá de la discusión misma. Por la lógica de su propio discurso, el que responde está atado a lo que ha dicho antes y al haber aceptado el diálogo queda atado a la interrogación del otro. Las preguntas y respuestas dependen de un juego ‒un juego que es a la vez agradable y difícil‒ donde cada uno de los compañeros se esfuerza por ejercer solo los derechos que el otro le da y por la forma aceptada del diálogo. El polemista, en cambio, procede escudado en unos privilegios que posee de antemano y que jamás acepta poner en duda. Por principio, el polemista tiene derechos que lo autorizan a hacer la guerra y hacen de su lucha una causa justa; la persona con la que se enfrenta no es un compañero en la búsqueda de la verdad sino un adversario, un enemigo que está equivocado, que es peligroso y cuya propia existencia constituye una amenaza. Para el polemista el juego no consiste, pues, en reconocer a esta persona como un sujeto que tiene derecho a hablar sino en eliminarlo como interlocutor, fuera de cualquier posible diálogo; y su objetivo final no será el de acercarse todo lo posible a una verdad difícil sino conseguir el triunfo de la causa justa que ha abanderado de forma manifiesta desde un principio. El polemista confía en una legitimidad de la que su adversario, por definición, queda privado.

Quizás, algún día, habrá que escribir una larga historia de la polémica como una figura parasitaria de la discusión y un obstáculo en la búsqueda de la verdad. Dicho de manera muy esquemática, me parece que hoy podemos reconocer la presencia de tres modelos de polémica: el modelo religioso, el modelo judicial y el modelo político. Como ocurre en la persecución de la herejía, la polémica se propone la tarea de determinar el punto intangible del dogma, el principio fundamental y necesario que el adversario ha rechazado, ignorado o transgredido; y denuncia esa negligencia como una falta moral; en la raíz del error encuentra pasión, deseo, interés, toda una serie de debilidades y apegos inadmisibles que delatan su culpabilidad. Como ocurre en la práctica judicial, la polémica no concede la posibilidad de una discusión entre iguales: examina un caso; no trata con un interlocutor, procesa a un sospechoso; recoge las pruebas de su culpabilidad, designa la infracción cometida y pronuncia el veredicto, la sentencia. En cualquier caso, lo que tenemos aquí no se encuentra en el orden de una investigación compartida; el polemista dice la verdad en la forma de su juicio y en virtud de la autoridad que se ha conferido a sí mismo. Pero el modelo político es el más poderoso hoy en día. La polémica define alianzas, recluta partisanos, reúne intereses y opiniones, representa un partido; convierte al otro en enemigo, en el abanderado de los intereses opuestos en contra de los cuales es preciso luchar hasta que ese enemigo sea derrotado y al final o bien se rinda o bien desaparezca. Por supuesto, la reactivación, dentro de la polémica, de estas prácticas políticas, judiciales o religiosas no es más que un teatro. Uno gesticula: anatemas, excomuniones, condenas, batallas, victorias y derrotas no son más que maneras de hablar, después de todo. Y aún así, en el orden del discurso, son también formas de actuar que tienen consecuencias. Cierto efecto esterilizador. ¿Alguien ha visto surgir una idea nueva de una polémica? ¿Y acaso podría ser de otro modo, dado que allí los interlocutores son incitados a no avanzar, a no tomar riesgo alguno en lo que dicen sino a reincidir continuamente en su declaración de derechos, en su legitimidad, que deben defender, y en la afirmación de su inocencia? Hay algo aún más serio en todo esto: en esta comedia, alguien hace una mímica de la guerra, de las batallas, de las aniquilaciones, de las rendiciones incondicionales, exhibiendo todo lo posible su instinto asesino. Pero es realmente peligroso hacer que alguien crea que puede tener acceso a la verdad por ese camino y por tanto validar, aunque sea de una forma meramente simbólica, las prácticas políticas reales que podrían encontrar en esto una justificación. Imaginemos por un instante que una varita mágica se agita y uno de los dos adversarios de una polémica adquiere la habilidad de ejercer todo el poder que quiera sobre el otro. No hace falta ni imaginarlo: solo hay que mirar a lo que ocurrió en el debate en la URSS sobre lingüística o genética hace poco. ¿Fueron simples desviaciones aberrantes respecto a lo que debe ser una discusión correcta? De ningún modo: fueron las consecuencias reales de una actitud polémica cuyos efectos generalmente permanecen suspendidos".

Michel Foucault. Polémica, política y problematizaciones. Entrevista con Paul Rainbow.

El idioma secreto. Antonio di Benedetto.

(Texto publicado en Quimera, octubre de 2011)


En una entrevista de 1985 con Jorge Halperin, publicada en Clarín poco antes de la muerte de di Benedetto, encuentro un detalle esclarecedor para comprender algunos aspectos de su obra. Halperin le pregunta al autor si es cierto que “en su despacho de director del diario Los Andes tenía una botella de alcohol para lavarse las manos después de saludar a quienes venían a verlo”. La respuesta de di Benedetto es escalofriante: “Es que las manos son una parte especial del ser humano, pero lo que uno toca y hace con ellas no siempre es bello. Los crímenes que se cometen con las manos, lo que se ensucia con ellas. Y... aunque no lo haga con las manos, su piel se contamina a tal extremo que la representación más descarnada es la de las manos. Es por donde recibe a la gente, o sea por la mirada y por las manos”. La anécdota aporta pistas para la lectura de El silenciero, una obra esquiva que relata las angustias cotidianas de un hombre que desea ponerse a salvo del ruido y cuya cruzada contra la contaminación acústica se va haciendo cada vez más absurda, hasta el punto de resultar misteriosa.

El libro tiene una estructura episódica y repetitiva. Una y otra vez el narrador es asediado por un ruido cercano (un taller mecánico, una radio), ensaya una defensa, se enfrasca en la lucha, busca aliados y finalmente es derrotado. En algunos episodios logra una victoria parcial y transitoria. Inicialmente se entrevé que para el narrador la lucha contra el ruido se puede asumir como la prolongación de otra lucha mayor contra la vulgaridad. Vulgaridad del trabajo mecánico, del ocio alienado, en guerra contra la paz del espíritu.

Sin embargo, en el curso de la morosa y reiterativa disputa, aquel ruido de origen vulgar va mostrando una naturaleza ajena precisamente al trasiego del mundanal ruido. Se vuelve otra cosa. “Un ruido metafísico”, como dice Besarión, compañero intermitente en el declive. El ruido se carga de algo extraño, magnético, se convierte en un elemento vagamente arcano alrededor del cual empiezan a surgir preguntas: ¿qué es exactamente lo que perturba al narrador? ¿Por qué es selectivo con los ruidos? ¿Por qué unos sí le molestan y otros no? ¿Por qué no huye al campo? ¿Por qué arrastra a los demás a depender de su manía, aunque no la compartan? El relato no responde nunca las preguntas y se limita a avanzar, sonámbulo y opaco. Sería algo comparable a que la saga de Superman estuviera dedicada exclusivamente a describir en detalle las relaciones del héroe con la criptonita.

Lo cierto es que para el narrador el ruido no es solo materia sujeta a la normatividad y al civismo, sino una cuestión moral, una determinada suciedad que solo el narrador, como le ocurría a di Benedetto con las manos de quienes lo visitaban en su despacho, es capaz de percibir. Algo que debe ser eliminado, lavado y desinfectado en una rutina absurda con visos de ceremonia ritual de purificación que, por inoperante, solo conduce a la autodestrucción. Como dice di Benedetto en esa misma entrevista: “lo común es que el hombre se esté clavando las uñas para no clavárselas a los demás, no porque no quiera sino porque no se lo permite. En vez de destrozar al otro con la mano abierta, cierra el puño anímicamente, simbólicamente.”

De esa mano que reprime la exteriorización de una violencia en un gesto autodestructivo y de apariencia serena parece surgir el lenguaje con el que están escritos los libros de di Benedetto. Las frases cortas empuñan el idioma y así, cerradas sobre sí mismas en una engañosa asertividad, se niegan a explicar nada y todas parecen guardar un secreto. Las frases encarnan esa tensión inconfesable del mismo modo que la mano es para el autor la “síntesis de la capacidad corporal”. Una mano y unas uñas con las que a duras penas logramos aferrarnos a nuestra humanidad, al clavo ardiente de la voz articulada, pues el hombre “también usa los pies, sobre todo cuando está descontrolado. Cuando puede, guarda las formas y usa la palabra o las manos. Pero cuando está descontrolado, se vuelve animal de cuatro patas y da la patada.” No es aventurado decir que el estilo de di Benedetto es también un estado de ánimo, la espera, como se ha dicho tantas veces, pero también la perplejidad y la ironía de quien se sabe objeto de fuerzas incontrolables. Todo ello enmarcado en un pesimismo que se fue acentuando a lo largo de la vida del autor, especialmente tras su experiencia en una cárcel de la dictadura argentina entre 1976 y 1977 ‒no olvidemos que durante su cautiverio, además del arresto sin cargos, el aislamiento y la tortura, sufrió cuatro simulacros de fusilamiento‒.

Hay un episodio de Zama que, aparentemente aislado, funciona en realidad como una fábula o una cifra de la obra de di Benedetto. Zama se ha unido a una expedición militar para dar caza al rebelde Vicuña Porto y con ello la novela ha dejado abruptamente de ser un drama existencial sobre la espera para convertirse en un western ambientado en las planicies del Chaco. La expedición avanza por la llanura y se topa con una horda de indios ciegos, víctimas del ataque de una tribu enemiga que los ha cegado con cuchillos al rojo vivo. Estos ciegos, se entera Zama por boca de un informante, habían descubierto que eran más felices prescindiendo de la vista, ya que “cada cual podía estar solo consigo mismo. No existían la vergüenza, la censura y la inculpación; no fueron necesarios los castigos (…) Pero cuando los hijos tuvieron cierta edad, los ciegos comprendieron que los hijos podían ver. Entonces fueron penetrados por el desasosiego. No conseguían estar en sí mismos. Abandonaron los ranchos y se echaron a los bosques, a las praderas, a las montañas… Algo los perseguía o los empujaba. Era la mirada de los niños, que iba con ellos, y por eso no conseguían detenerse en ningún sitio.” Es curioso cómo las criaturas de di Benedetto parecen creer que la libertad solo se gana mediante una u otra forma de privación, como si la única manera de estar con los demás fuera prescindiendo parcialmente de ellos o de uno mismo, algo que también se puede trasladar a su prosa, donde la contención es la vía de apertura y experimentación en el interior del lenguaje, una experimentación sutil con las limitaciones, justamente, y que hace posibles los desplazamientos semánticos, la ambigüedad de las acciones y las cadencias rítmicas de la sintaxis. Parece obvio que en esta historia de los indios ciegos la visión de los hijos cumple la función de asedio que cumple el ruido en El silenciero. El mismo asedio del que huyen las víctimas de la última novela de la trilogía, Los suicidas. Lastrada hasta cierto punto por el discurso existencialista de la época y contada con un tono y una estructura que recuerda a las primeras películas de Goddard, la novela gira en torno a las investigaciones de un periodista a quien le encargan una serie de notas sobre las posibles causas del suicidio. La investigación, como la vida misma, no conduce a nada. Solo queda la extraña mueca de horror y placer con que aparecen los cadáveres.

Pero como dice el narrador de Los suicidas, “la vida es tenaz”. Y aunque sus personajes se muevan a ciegas, dando tumbos entre la incomprensión y el malentendido, balbuceando el idioma secreto de los derrotados, lo cierto es que persisten. Siguen adelante. Continúan hablando como hace Diego de Zama, cuyo ascenso en el escalafón burocrático de la colonia española se posterga hasta el vacío y la degradación moral. Y es esa persistencia en medio del absurdo, esa voz que surge transparente desde los márgenes de la distribución geopolítica del sentido, es esa voz adiestrada en la obediencia a unos valores que constituyen a la vez la causa de la ruina de todo un continente, la que se interroga por su propia naturaleza, la que nos interpela a todos, más allá del lugar que creamos ocupar dentro de esa distribución.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Nota rápida sobre los escritores y la publicidad

La lógica de la publicidad obliga a los escritores a definirse constantemente porque la publicidad vende sobre todo identidad. El producto último de la publicidad es ese: la identidad. Un deseo de “ser alguien en la vida” pero también el deseo de que algo sea fácilmente empacable, manejable, etiquetable. Esa identidad puede ser múltiple, compleja, por supuesto, puede tener aristas, al fin y al cabo el escritor puede construirse a sí mismo como un personaje. Pero la publicidad le exige al escritor que, por complejo que sea el producto, conserve las características de la mercancía. Y sobre todo, que pueda entenderse bajo la forma vacía de la marca, que transmita una(s) imagen(es). Esto lo entendió hace mucho la iglesia católica. Jesucristo es el modelo publicitario en el que se basan todos los demás modelos publicitarios de la historia, tiene mil caras, mil citas, mil milagros, mil iconos y siempre es perfectamente exportable, vendible, traducible a todos los idiomas. No hay publicidad que en cierto modo no sea una imitación de Cristo. En últimas, creo que esa noción de identidad como conciliación y clausura dialéctica que se promueve desde la publicidad, la prensa, etc, es algo que los escritores deberían cuestionar, en lugar de acatar alegremente. Hay una voz que te dice constantemente tú eres esto. Así te vemos. Esto eres tú. Un colombiano cosmopolita. O un provinciano telurista. O un caribeño sabrosón. O un madrileño nacido en Colombia. O un escritor de vanguardia. O un escritor tradicional. O un autor paralítico murciano que ha escrito una de vampiros. La identidad, y no solo la de los escritores sino la de todo el mundo, no es otra cosa que un dejar de ser. O mejor, en gerundio, un dejando de ser. Si soy algo, solo soy lo que estoy dejando de ser constantemente. No me interesa empezar a ser algo. Definirme, crear un concepto y entrar a correr en su interior como hacen los hamsters dentro de la rueda. Obviamente, si te exponés públicamente, si publicás, si querés que tu editor no quiebre y le querés ayudar a vender los libros, si salís en el periódico y si te hacen una sesión de fotos donde te obligan a ponerte un casco de astronauta o a ordeñar una vaca vestido con ropa de marca, si te hacen una entrevista y el redactor es un pelotudo que tergiversa todo lo que decís, en fin, si sos escritor, es inevitable que se produzcan esas instancias de definición, de cristalización de la identidad. No digo que haya que renunciar a la promoción y aspirar a un lugar de pureza. Al contrario. Creo que todos estamos inmersos en un montón de mierda, estamos hasta el cuello en la fosa séptica de las contradicciones del capitalismo y no podemos arreglarlo yéndonos a vivir a la cabaña de Heidegger. Quizás lo interesante estaría en resaltar las tensiones, en mostrarlas todo lo posible, en exponer las aporías y ver cómo se superponen, cómo operan juntas en el mecanismo de producción social de una imagen. Mejor dicho, entender el dispositivo y discutirlo. El escritor, en todo caso, es un lugar donde se cruzan un montón de fuerzas sociales. Para tomar un ejemplo reciente: cuando Alberto Olmos sale en la prensa a "definirse" como un moralista en plena cruzada contra la falacia de la "solidaridad", por un lado, me inspira piedad (Jesucristo calvo, lo que nos faltaba), por otro, lo encuentro el colmo del kitsch, en el sentido de que está disimulando la mierda subterránea debajo del primoroso packaging de la "incorrección política". Porque detrás de esos desesperados intentos de reventar el mercado con acciones Olmos, yo veo tensiones sociales, veo conflictos irresueltos entre el deseo de una ética artística verdadera y el oportunismo más cínico, veo complejos históricos, veo las carencias del sistema educativo español, veo el puente de Segovia, veo la caspa en los hombros del camarero del Café Gijón, veo el sentido del humor al servicio de una amargura profunda, en fin, veo síntomas. Y son esos síntomas los que vale la pena exteriorizar y discutir.

martes, 11 de octubre de 2011

El inquilino, de Polanski


Un hombrecito gris y tímido busca desesperadamente un apartamento en París. Una tarde encuentra un sitio que se ajusta a sus posibilidades pero, según le informa con desparpajo la portera del edificio, no podrá alquilarlo hasta que se confirme la muerte de la antigua inquilina, una mujer perturbada que ha intentado suicidarse arrojándose por la ventana de esa misma casa. El hombrecito visita a la enferma para evaluar sus posibilidades de conseguir el apartamento. Ella está enyesada de pies a cabeza en una cama de hospital, tiene la boca abierta, le falta un diente. El encuentro es cómico y horrible a la vez. La mujer pega un alarido atroz.

Pocos días después recibe la buena noticia: la mujer ha muerto, así que podrá negociar el alquiler. Se muda de inmediato, acomoda sus escasas pertenencias, pero no se deshace de las cosas de la difunta. El armario está lleno de vestidos, los muebles son los mismos. Tampoco tarda en descubrir que sus vecinos son personas hostiles y egoístas que le hacen la vida imposible, exigiéndole constantemente que cumpla con unas normas de convivencia absurdas, tachándolo de ruidoso y molesto. El hombrecito está muy solo en el mundo y ese acoso no le sienta muy bien que digamos. Sus compañeros de trabajo tampoco ayudan demasiado, se burlan de él, abusan de su buena voluntad, de su incapacidad para decir no.

Una tarde, mientras intenta cambiar de sitio los muebles, descubre un agujero detrás del armario. Dentro del agujero hay un algodón ensangrentado. Dentro del algodón ensangrentado hay un diente.

Días después recibe la visita inesperada de un tipo feo y triste que viene a preguntar por la antigua inquilina. El hombrecito le da las malas noticias y el tipo feo se pone a llorar. Tras haber amado en silencio a la mujer durante años por fin había reunido fuerzas para declararse, dice. El hombrecito lo consuela e incluso lo lleva a dar una vuelta, le paga unas copas.

La vida de la antigua inquilina y el acoso de los vecinos cobran una presencia cada vez más fuerte en el espacio del hombrecito. La locura no se hace esperar. El hombrecito asume el lugar de la inquilina. Se pone su ropa. Se compra una peluca y unos zapatos a juego con los vestidos. El espacio doméstico se revela como un organismo vivo y mutante que deglute los cuerpos. Un sarcófago en el sentido más literal de la palabra. El acoso de los vecinos adopta la forma de un tribunal de linchamiento bufo que emitirá una condena sencilla, inapelable: el hombrecito deberá repetir la historia de la inquilina y acabará arrojándose por la ventana, travestido como la vieja inquilina.

Lo más llamativo de la película es que permite ver que la locura no es el resultado de una simple disfunción subjetiva o de un fallo en el desarrollo de la personalidad del individuo. Al contrario, a lo que asistimos es a un ejemplo de construcción social del loco. Incapaz de comulgar del todo con un entorno donde prima la satisfacción egoísta de los intereses individuales, donde la gente ha perdido cualquier asomo de solidaridad, donde las comunidades han perecido bajo el rodillo de la estética de la competencia y la desconfianza como motores de un éxito monstruoso, el hombrecito se retira voluntariamente de la lucha por la supervivencia de los más aptos y queda abierto para recibir las fuerzas traumáticas de sus vecinos, unas fuerzas que se eliminan del cuerpo social en tanto residuos tóxicos del sistema de producción del capital simbólico y que a la larga determinan la configuración del enfermo mental como otredad. En otras palabras, la locura no es, como quisiera cierta psiquiatría, un asunto de cables y químicos corporales; tampoco se trataría de una incapacidad innata o adquirida de las personas para socializar debidamente, como quisieran los psicólogos de la conducta más recalcitrantes. Sería más bien un proceso colectivo de producción del comportamiento a imagen y semejanza del sistema de producción del capital, con su división del trabajo a la manera de un reparto de roles, donde el loco ocuparía su lugar junto a otros colectivos marginados que no pueden disfrutar de los aparentes beneficios de la buena conducta.

Asimismo, es cuando menos curioso que la apertura del hombrecito de Polanski produzca a la vez una extrema fragilidad y una predisposición a la solidaridad. De hecho, podría decirse que su enfermedad teatraliza una necesidad radical de ponerse en el lugar del otro como un fin en sí mismo. Y esa gratuidad absoluta sería también una economía, en el sentido estricto de norma doméstica. En últimas, el hombrecito de Polanski ejercería una forma de rebeldía ilegible para los que prefieren seguir ocupándose exclusivamente de sus asuntos, los laboriosos detentadores de la normalidad.

martes, 4 de octubre de 2011

Baile y Fuga

Sergio Pitol

Una autobiografía soterrada

Anagrama, 2011

La prosa de Pitol se aproxima a la fuerza de atracción de los conceptos. Gira acompasadamente en su órbita, baila, aumenta la velocidad y luego emprende la fuga. La prosa jamás pretende llegar al corazón del concepto ni lo hace surgir como una revelación definitiva que a la larga se sentiría como algo banal, pedante hasta la irritación. En cambio la prosa surca y pule lo que toca en una danza sencilla y a su paso no queda más que una corriente llena de vórtices donde flotan los pedacitos del concepto, pulverizados. Se trata de una forma de conocimiento cada vez más anómala cuyo signo es el placer del movimiento, el devenir y la mutación de las ideas alentado por el pulso secreto de la poesía. Esa forma anómala de conocimiento se llama literatura. Y la formidable red fluvial Pitol queda expuesta, más aún si cabe, en este libro que reúne fragmentos de diarios, notas ensayísticas, apuntes borrosos, anécdotas y una entrevista con el amigo Carlos Monsiváis. A estas alturas ya no nos sorprende que Pitol se las haya arreglado de nuevo para que semejante diversidad no zozobre en un cansino pastiche de simulaciones, sino que todo ese material heterogéneo fluya en el cauce de la prosa, con sus corrientes internas, sus remolinos y las infinitas ramificaciones de la desembocadura. Como lo aclara él mismo al describir sus sospechas hacia el vanguardismo del nouveau roman y Tel Quel, la necesidad de innovación formal no podía partir del rechazo de los recursos desarrollados por la novela del XIX, ni mirar con ciego desdén a Dickens o a Galdós por su fidelidad a la trama. Del mismo modo, su pertenencia a la cultura mexicana jamás estuvo reñida con una apertura hacia todas las tradiciones y literaturas. De hecho, su obra quizás pueda entenderse como un viaje incesante de idas y venidas entre lenguajes, donde las identidades se vuelven dudosas mascaradas, códigos pervertidos de utilidad imprecisa.

Siempre en deuda con el gran Alfonso Reyes, el clasicismo de Pitol no es el refugio aristocrático de la armonía apolínea, libre de todo conflicto. Su clasicismo es tensión muscular, agonística, placer, lucha, fiesta. Laocoonte y la temible serpiente, el invasor longobardo que en plena batalla, iluminado por la visión fantástica de una ciudad, se cambia de bando y muere defendiendo a Roma. “Hay un aspecto que especialmente me toca del legado romano”, escribe Pitol, “su permeabilidad a las otras culturas. Durante años Roma envió a sus mejores hijos a la Escuela de Atenas, y a sus propias deidades incorporó rebautizándolo el amplio reparto del Olimpo griego; aún más, el culto a esos dioses coincidió con otros: Isis y Osiris, Mantra y también con las creencias de cristianos y judíos (…). Ese carácter de simultaneidad en lo diverso es el que realmente me interesa del mundo latino. Estrechar los límites y encerrarse en ellos siempre ha significado empobrecerse.”

En franco pleito contra ese empobrecimiento, contra la gravedad de los descubridores de verdades, contra la autocomplacencia de los melancólicos, contra la afectación de los sepultureros, Pitol nos propone su paganismo celebratorio. Una actitud vital que es a la vez un estilo, la auténtica elegancia: la manera sobria y risueña de enfrentarse a la muerte, la natural aceptación de la simultaneidad de los tiempos, la serena transformación del cuerpo de la escritura en el definitivo carnaval de las sensibilidades históricas.

Como ocurre con Montaigne, Pitol hace lo que le da la gana. Grita, susurra, brinca, nos hace guiños, suelta una carcajada, llora discretamente, reconoce valientemente sus limitaciones y, delante de nuestras narices, transforma esas supuestas carencias en sus principales virtudes, de modo que allí donde parece haber un agujero teórico, surge un fructífero pozo de genuinas reflexiones sobre las relaciones entre el arte y la vida. Tanta libertad resulta contagiosa.

(Texto publicado en la Revista Quimera, Sept.2011)