jueves, 1 de diciembre de 2011

Una cita para los anónimos

"Me gustan las discusiones y cuando me hacen preguntas intento responderlas. Es verdad que no me gusta meterme en polémicas. Si abro un libro y veo que el autor acusa al adversario de “izquierdismo infantil” lo cierro de inmediato. Esa no es mi manera de hacer las cosas; no pertenezco al mundo de las personas que proceden así. Insisto en esta diferencia como algo esencial: es toda una moralidad lo que está en juego, la moralidad que se preocupa por la búsqueda de la verdad y la relación con el otro.

En el juego serio de las preguntas y las respuestas, en el trabajo de elucidación recíproca, los derechos de cada persona son, en cierto sentido, inmanentes en la discusión. Dependen solo de la situación del diálogo. La persona que hace preguntas simplemente ejerce un derecho que le ha sido otorgado: el derecho de permanecer en la duda, de percibir una contradicción, requiriendo más información, enfatizando diferentes postulados, señalando los razonamientos inconsistentes, etc. En cuanto a la persona que responde, ésta también ejerce un derecho que no va más allá de la discusión misma. Por la lógica de su propio discurso, el que responde está atado a lo que ha dicho antes y al haber aceptado el diálogo queda atado a la interrogación del otro. Las preguntas y respuestas dependen de un juego ‒un juego que es a la vez agradable y difícil‒ donde cada uno de los compañeros se esfuerza por ejercer solo los derechos que el otro le da y por la forma aceptada del diálogo. El polemista, en cambio, procede escudado en unos privilegios que posee de antemano y que jamás acepta poner en duda. Por principio, el polemista tiene derechos que lo autorizan a hacer la guerra y hacen de su lucha una causa justa; la persona con la que se enfrenta no es un compañero en la búsqueda de la verdad sino un adversario, un enemigo que está equivocado, que es peligroso y cuya propia existencia constituye una amenaza. Para el polemista el juego no consiste, pues, en reconocer a esta persona como un sujeto que tiene derecho a hablar sino en eliminarlo como interlocutor, fuera de cualquier posible diálogo; y su objetivo final no será el de acercarse todo lo posible a una verdad difícil sino conseguir el triunfo de la causa justa que ha abanderado de forma manifiesta desde un principio. El polemista confía en una legitimidad de la que su adversario, por definición, queda privado.

Quizás, algún día, habrá que escribir una larga historia de la polémica como una figura parasitaria de la discusión y un obstáculo en la búsqueda de la verdad. Dicho de manera muy esquemática, me parece que hoy podemos reconocer la presencia de tres modelos de polémica: el modelo religioso, el modelo judicial y el modelo político. Como ocurre en la persecución de la herejía, la polémica se propone la tarea de determinar el punto intangible del dogma, el principio fundamental y necesario que el adversario ha rechazado, ignorado o transgredido; y denuncia esa negligencia como una falta moral; en la raíz del error encuentra pasión, deseo, interés, toda una serie de debilidades y apegos inadmisibles que delatan su culpabilidad. Como ocurre en la práctica judicial, la polémica no concede la posibilidad de una discusión entre iguales: examina un caso; no trata con un interlocutor, procesa a un sospechoso; recoge las pruebas de su culpabilidad, designa la infracción cometida y pronuncia el veredicto, la sentencia. En cualquier caso, lo que tenemos aquí no se encuentra en el orden de una investigación compartida; el polemista dice la verdad en la forma de su juicio y en virtud de la autoridad que se ha conferido a sí mismo. Pero el modelo político es el más poderoso hoy en día. La polémica define alianzas, recluta partisanos, reúne intereses y opiniones, representa un partido; convierte al otro en enemigo, en el abanderado de los intereses opuestos en contra de los cuales es preciso luchar hasta que ese enemigo sea derrotado y al final o bien se rinda o bien desaparezca. Por supuesto, la reactivación, dentro de la polémica, de estas prácticas políticas, judiciales o religiosas no es más que un teatro. Uno gesticula: anatemas, excomuniones, condenas, batallas, victorias y derrotas no son más que maneras de hablar, después de todo. Y aún así, en el orden del discurso, son también formas de actuar que tienen consecuencias. Cierto efecto esterilizador. ¿Alguien ha visto surgir una idea nueva de una polémica? ¿Y acaso podría ser de otro modo, dado que allí los interlocutores son incitados a no avanzar, a no tomar riesgo alguno en lo que dicen sino a reincidir continuamente en su declaración de derechos, en su legitimidad, que deben defender, y en la afirmación de su inocencia? Hay algo aún más serio en todo esto: en esta comedia, alguien hace una mímica de la guerra, de las batallas, de las aniquilaciones, de las rendiciones incondicionales, exhibiendo todo lo posible su instinto asesino. Pero es realmente peligroso hacer que alguien crea que puede tener acceso a la verdad por ese camino y por tanto validar, aunque sea de una forma meramente simbólica, las prácticas políticas reales que podrían encontrar en esto una justificación. Imaginemos por un instante que una varita mágica se agita y uno de los dos adversarios de una polémica adquiere la habilidad de ejercer todo el poder que quiera sobre el otro. No hace falta ni imaginarlo: solo hay que mirar a lo que ocurrió en el debate en la URSS sobre lingüística o genética hace poco. ¿Fueron simples desviaciones aberrantes respecto a lo que debe ser una discusión correcta? De ningún modo: fueron las consecuencias reales de una actitud polémica cuyos efectos generalmente permanecen suspendidos".

Michel Foucault. Polémica, política y problematizaciones. Entrevista con Paul Rainbow.

El idioma secreto. Antonio di Benedetto.

(Texto publicado en Quimera, octubre de 2011)


En una entrevista de 1985 con Jorge Halperin, publicada en Clarín poco antes de la muerte de di Benedetto, encuentro un detalle esclarecedor para comprender algunos aspectos de su obra. Halperin le pregunta al autor si es cierto que “en su despacho de director del diario Los Andes tenía una botella de alcohol para lavarse las manos después de saludar a quienes venían a verlo”. La respuesta de di Benedetto es escalofriante: “Es que las manos son una parte especial del ser humano, pero lo que uno toca y hace con ellas no siempre es bello. Los crímenes que se cometen con las manos, lo que se ensucia con ellas. Y... aunque no lo haga con las manos, su piel se contamina a tal extremo que la representación más descarnada es la de las manos. Es por donde recibe a la gente, o sea por la mirada y por las manos”. La anécdota aporta pistas para la lectura de El silenciero, una obra esquiva que relata las angustias cotidianas de un hombre que desea ponerse a salvo del ruido y cuya cruzada contra la contaminación acústica se va haciendo cada vez más absurda, hasta el punto de resultar misteriosa.

El libro tiene una estructura episódica y repetitiva. Una y otra vez el narrador es asediado por un ruido cercano (un taller mecánico, una radio), ensaya una defensa, se enfrasca en la lucha, busca aliados y finalmente es derrotado. En algunos episodios logra una victoria parcial y transitoria. Inicialmente se entrevé que para el narrador la lucha contra el ruido se puede asumir como la prolongación de otra lucha mayor contra la vulgaridad. Vulgaridad del trabajo mecánico, del ocio alienado, en guerra contra la paz del espíritu.

Sin embargo, en el curso de la morosa y reiterativa disputa, aquel ruido de origen vulgar va mostrando una naturaleza ajena precisamente al trasiego del mundanal ruido. Se vuelve otra cosa. “Un ruido metafísico”, como dice Besarión, compañero intermitente en el declive. El ruido se carga de algo extraño, magnético, se convierte en un elemento vagamente arcano alrededor del cual empiezan a surgir preguntas: ¿qué es exactamente lo que perturba al narrador? ¿Por qué es selectivo con los ruidos? ¿Por qué unos sí le molestan y otros no? ¿Por qué no huye al campo? ¿Por qué arrastra a los demás a depender de su manía, aunque no la compartan? El relato no responde nunca las preguntas y se limita a avanzar, sonámbulo y opaco. Sería algo comparable a que la saga de Superman estuviera dedicada exclusivamente a describir en detalle las relaciones del héroe con la criptonita.

Lo cierto es que para el narrador el ruido no es solo materia sujeta a la normatividad y al civismo, sino una cuestión moral, una determinada suciedad que solo el narrador, como le ocurría a di Benedetto con las manos de quienes lo visitaban en su despacho, es capaz de percibir. Algo que debe ser eliminado, lavado y desinfectado en una rutina absurda con visos de ceremonia ritual de purificación que, por inoperante, solo conduce a la autodestrucción. Como dice di Benedetto en esa misma entrevista: “lo común es que el hombre se esté clavando las uñas para no clavárselas a los demás, no porque no quiera sino porque no se lo permite. En vez de destrozar al otro con la mano abierta, cierra el puño anímicamente, simbólicamente.”

De esa mano que reprime la exteriorización de una violencia en un gesto autodestructivo y de apariencia serena parece surgir el lenguaje con el que están escritos los libros de di Benedetto. Las frases cortas empuñan el idioma y así, cerradas sobre sí mismas en una engañosa asertividad, se niegan a explicar nada y todas parecen guardar un secreto. Las frases encarnan esa tensión inconfesable del mismo modo que la mano es para el autor la “síntesis de la capacidad corporal”. Una mano y unas uñas con las que a duras penas logramos aferrarnos a nuestra humanidad, al clavo ardiente de la voz articulada, pues el hombre “también usa los pies, sobre todo cuando está descontrolado. Cuando puede, guarda las formas y usa la palabra o las manos. Pero cuando está descontrolado, se vuelve animal de cuatro patas y da la patada.” No es aventurado decir que el estilo de di Benedetto es también un estado de ánimo, la espera, como se ha dicho tantas veces, pero también la perplejidad y la ironía de quien se sabe objeto de fuerzas incontrolables. Todo ello enmarcado en un pesimismo que se fue acentuando a lo largo de la vida del autor, especialmente tras su experiencia en una cárcel de la dictadura argentina entre 1976 y 1977 ‒no olvidemos que durante su cautiverio, además del arresto sin cargos, el aislamiento y la tortura, sufrió cuatro simulacros de fusilamiento‒.

Hay un episodio de Zama que, aparentemente aislado, funciona en realidad como una fábula o una cifra de la obra de di Benedetto. Zama se ha unido a una expedición militar para dar caza al rebelde Vicuña Porto y con ello la novela ha dejado abruptamente de ser un drama existencial sobre la espera para convertirse en un western ambientado en las planicies del Chaco. La expedición avanza por la llanura y se topa con una horda de indios ciegos, víctimas del ataque de una tribu enemiga que los ha cegado con cuchillos al rojo vivo. Estos ciegos, se entera Zama por boca de un informante, habían descubierto que eran más felices prescindiendo de la vista, ya que “cada cual podía estar solo consigo mismo. No existían la vergüenza, la censura y la inculpación; no fueron necesarios los castigos (…) Pero cuando los hijos tuvieron cierta edad, los ciegos comprendieron que los hijos podían ver. Entonces fueron penetrados por el desasosiego. No conseguían estar en sí mismos. Abandonaron los ranchos y se echaron a los bosques, a las praderas, a las montañas… Algo los perseguía o los empujaba. Era la mirada de los niños, que iba con ellos, y por eso no conseguían detenerse en ningún sitio.” Es curioso cómo las criaturas de di Benedetto parecen creer que la libertad solo se gana mediante una u otra forma de privación, como si la única manera de estar con los demás fuera prescindiendo parcialmente de ellos o de uno mismo, algo que también se puede trasladar a su prosa, donde la contención es la vía de apertura y experimentación en el interior del lenguaje, una experimentación sutil con las limitaciones, justamente, y que hace posibles los desplazamientos semánticos, la ambigüedad de las acciones y las cadencias rítmicas de la sintaxis. Parece obvio que en esta historia de los indios ciegos la visión de los hijos cumple la función de asedio que cumple el ruido en El silenciero. El mismo asedio del que huyen las víctimas de la última novela de la trilogía, Los suicidas. Lastrada hasta cierto punto por el discurso existencialista de la época y contada con un tono y una estructura que recuerda a las primeras películas de Goddard, la novela gira en torno a las investigaciones de un periodista a quien le encargan una serie de notas sobre las posibles causas del suicidio. La investigación, como la vida misma, no conduce a nada. Solo queda la extraña mueca de horror y placer con que aparecen los cadáveres.

Pero como dice el narrador de Los suicidas, “la vida es tenaz”. Y aunque sus personajes se muevan a ciegas, dando tumbos entre la incomprensión y el malentendido, balbuceando el idioma secreto de los derrotados, lo cierto es que persisten. Siguen adelante. Continúan hablando como hace Diego de Zama, cuyo ascenso en el escalafón burocrático de la colonia española se posterga hasta el vacío y la degradación moral. Y es esa persistencia en medio del absurdo, esa voz que surge transparente desde los márgenes de la distribución geopolítica del sentido, es esa voz adiestrada en la obediencia a unos valores que constituyen a la vez la causa de la ruina de todo un continente, la que se interroga por su propia naturaleza, la que nos interpela a todos, más allá del lugar que creamos ocupar dentro de esa distribución.