viernes, 7 de enero de 2011

Más sobre literatura y política



Por Luciana Cadahia
Cuando algunos escritores intentan comunicar el malestar que sienten ante los actuales dilemas de la literatura política dan ganas de bostezar. El problema puede hacerse extensivo al arte político en general. La apresurada intención de transformar la realidad es el velo de maya que oculta la ambición de protagonismo de los artistas y la voluntad de evangelizar a las masas. La historia no deja de repetirse: se parte del supuesto de una realidad dada, a la vista de todos, y a la espera de ser denunciada y transformada. Las paradojas deben ser superadas. La reactivación del momento político se convierte así en un dilema ético y el campo de fuerzas parece abrirse en dos direcciones opuestas: políticas de ruptura vs. políticas del consenso. Los enemigos entran al campo de combate pero rápidamente se descubre cierta familiaridad en las tácticas. Los dispositivos de lucha parecen compartir un mismo centro y las paradojas salen nuevamente a la luz.
Las prácticas artísticas de ruptura tienden a identificar el arte con la política en general. Aún confían en que las intenciones de los artistas, como portavoces del cambio social, deben incidir y moldear las conciencias de los ciudadanos. Las prácticas ético-políticas de la cohesión social, en cambio, parten de la creencia de que el arte debe propiciar la lógica de la comunicación y construcción del sentido común del ciudadano –como arte al servicio de la democracia liberal y del mercado-. Sin embargo, en ambos casos salta a la vista una simplificada lógica causal. El arte se percibe como aquella práctica que mueve a la indignación cuando muestra cosas indignantes, que moviliza cuando sale a la calle, que nos muestra opositores al sistema cuando se niega como elemento del sistema. Y al revés, mueve a la unión cuando muestra lazos comunitarios, reúne cuando insta a prácticas solidarias, y muestra los vínculos de comunidad cuando se identifica con el sentir de los ciudadanos. En uno y otro caso el problema reside en un viejo modo de comprender el realismo: partir del supuesto de un continuum sensible entre la producción de las imágenes, gestos o palabras y la percepción de una situación que involucra los pensamientos, sentimientos y acciones del público. Asumir la tarea de transmitir mensajes, ya sea para ofrecer modelos, contra-modelos de comportamiento o enseñar a descifrar las representaciones no es más que un desesperado acto pedagógico y cómplice de la fe en la ilustración y los dogmas de la comunicación. Este esquema causal y mimético se vuelve grave, pastoril y caduco. Probablemente la cuestión esté en salir de este embrollado planteamiento ético, abandonar “las buenas intenciones de los artistas”, y asumir el carácter paradojal y ambiguo de toda práctica artística. Probablemente el efecto político radique en la suspensión de toda relación directa entre la producción de las formas del arte y la producción de un efecto determinado sobre un público determinado. Esto es, concebir la literatura como un terrorismo de la lengua que dinamite el campo de batalla mediante el diseño de artefactos que desactiven otros artefactos. Inventar dispositivos que desactiven ciertas maneras de decir, pensar y mirar. Hacer de los objetos estéticos algo extraño, inútil y misterioso. Deformar el espacio, hacerle perder su cotidianidad y utilidad político-económica. A fin de cuentas hacer del arte político una apertura indecidible e incalculable, un ejercicio de extrañamiento que se resiste a los lugares en los que cotidianamente nos reconocemos.

domingo, 2 de enero de 2011

Un tipo superficial. Andy Warhol. Entrevistas, Blackie Books, 2010.


Ya no recuerdo dónde leí que la crítica debía ser como una colonia parasitaria de bacterias, una cosa expansiva y múltiple capaz de prosperar en la criatura huésped, la obra de arte, de la que obtendría sus nutrientes. Lo pienso a propósito de las pocas cosas realmente estimulantes que se pueden leer sobre Andy Warhol. Son contados los ensayos, reseñas o semblanzas que no incurren en clichés sobre su obra o su personalidad. ¿Qué es Andy Warhol entonces? ¿Un medio estéril e inerte en el que nada puede crecer y desarrollarse? ¿Una especie de laboratorio frío y sin vida?
Después de leer esta recopilación de sus entrevistas, a cargo de Kenneth Goldsmith y editada recientemente por Blackie Books en España, tengo la extraña impresión de conocer aún menos a Andy Warhol. O al menos corroboro que no solo es dificilísimo decir cosas inteligentes sobre Andy Warhol, sino que quizás no tiene ningún sentido decirlas. Andy Warhol es superficial en el sentido más radical del término. Superficial, no frívolo. En Warhol la frivolidad es a veces, y solo a veces, un mero espectro de la superficie donde el discurso choca y choca. Los periodistas lanzan las preguntas y es como si rebotaran contra un frontón: Sí, no, no, sí, sí, me gusta, no me gusta. El periodista reelabora la pregunta pero es inútil. Algunos, los más hábiles, se divierten observando cómo el discurso, con toda su carga ideológica, se hace pedazos durante el peloteo, y entonces parecen entrar en un extraño juego, un nuevo juego en el que ellos también consiguen transformarse en superficies o quizás descubren que nunca fueron otra cosa que superficies y a partir de allí los diálogos se introducen en una cancha por la que alguna vez han pasado Beckett o Sterne. ¿Le gusta el cebollino? ¿Eh? El cebollino, que si le gusta el cebollino, lo que se le pone a la sopa... Sí, me gusta. Warhol llega al extremo de sugerirle al entrevistador que le proporcione las respuestas para que él pueda simplemente reproducirlas. Sabe que es más fácil hablar de arte que hacerlo. Él hace arte y deja hablar a los otros, deja que las cosas ocurran a su alrededor e interviene lo justo para devolver, desviar y destruir, todo con la mayor dulzura y cortesía. En algunas ocasiones, para mayor perplejidad de quienes lo entrevistan, Warhol saca su propia grabadora e invierte completamente los términos. ¿Quién es el objeto de la entrevista? ¿Por qué han de estar asignados los roles de ese modo en el que alguien pregunta y otro responde? ¿Quién ha decidido semejante cosa? ¿De qué color son tus ojos?, pregunta Warhol coqueto. Es como si se hubiera convertido en uno de sus cuadros: hierático, colorido, repetitivo pero lleno de matices, una pieza de entretenimiento al alcance de cualquiera pero capaz de irradiar misterio de alta frecuencia sin necesidad de tramoya metafísica. Lo que hay es lo que ves. Materia. Procesos mecánicos de reproducción, de la grabación magnetofónica al grabado, del cine a la serigrafía, voz, silencio, tinta, personas de carne y hueso que se limitan a existir delante de una cámara que, según Warhol, hace las películas por sí sola. Basta con darle al botón. Algunos no soportan creer que baste con darle al botón. ¿Y eso es pop? Sí, respondía Warhol, eso es pop. Cuando le preguntan por qué cree que Valerie Solanas intentó matarlo, Warhol ignora el rumbo que el periodista intenta determinar –el de las motivaciones ocultas de Solanas− y se centra en una descripción del absurdo de los hechos: íbamos en el ascensor, salí, de pronto ya no recuerdo nada. Este ejercicio de cancelación de todo psicologismo atraviesa su vida y su obra. El pop, más allá de una apología suicida del goce tonto de las mieles del capitalismo, aparece como el placer de observar cómo rebotan unas superficies contra otras, la celebración de la materia.